Editorial

EDITORIAL – ¿Se puede hablar de tauromaquia con un idiota? (1 parte)

Por José Carlos Arévalo

¿Se puede hablar de tauromaquia con un idiota? (1)

Para empezar, el taurino no debe quejarse. Porque en todas partes la estupidez prepondera y a veces manda o molesta como mosca cojonera. Por ejemplo, en política, ¿qué decir a un tipo de Unidas Podemos que dice que la OTAN es una organización para el exterminio y que el expansionismo occidental justifica la guerra de Putin? ¿Cómo no asombrarse de que un tipo entienda Europa como si estuviéramos en plena guerra fría y que se lo monta de trasnochado activista soviético? Por ejemplo, en la llamada comunicación de masas, ¿cómo aceptar que los peores programas de televisión sean los de mayor audiencia? Por ejemplo, en las artes audiovisuales ¿cómo masticar que en las películas, en la series, en los videojuegos se mate a las personas como a chinches y si, por casualidad, en cualquier ficción se matara a un burrito o a un perrito sería insoportable? Por ejemplo, en la música, ¿por qué a los Rolling Stones los escucha casi todo el mundo y a Mozart solo unos cuantos? Por ejemplo, en las artes plásticas, ¿por qué los pintores y los escultores, en el mejor de los casos diseñan y habitualmente hacen gilipolleces? Por ejemplo, en la moda. ¿por qué triunfa el tatuaje entre personas normales que no son ni piratas ni carcelarios ni salvajes? Por ejemplo, en los movimientos sociales. ¿qué tiene que ver el feminismo con hacer faltas de ortografía, como quienes se llaman a sí mismos unidas podemos? Vivimos un mundo poblado de zombis controlados, dirigidos y vigilados por amos invisibles cuyos ejércitos son las redes sociales pobladas de zombis que ya anuncian la futura República de los idiotas.  

Bueno, ¿y a cuento de que viene toda esta perorata en un portal taurino? Pues viene a cuento de que el aficionado a los toros se ve obligado a defender su hoy condenada afición ante un respetado, bienaventurado y global  jurado de idiotas. Y eso pide mucha mano izquierda. Pues antes de empezar hay que advertirles de que son jueces tramposos, que condenan a la tauromaquia sin conocerla y, lo que es peor, que al sentenciarla tengan cuidado porque pueden reprimir muchas otras cosas que no quieren condenar y ni lo sospechan.

Pasito a pasito, informemos al idiota

Pero no subestimemos al idiota. La eficacia de su condena se basa en la simplicidad, y lo simple suele ser irrebatible. Dice el juez idiota: la tauromaquia es mala porque en un ruedo se pica a un toro, se le banderillea y se le mata con una espada. Y un animal sufre para que ustedes se diviertan. Tela. ¿Quién le lleva la contraria al idiota si todas esas cosas se le hacen a un toro en el ruedo y a veces nos divertimos viéndolas? ¡Alto ahí! No cedamos ni un pelo: ¿qué entendemos por divertirse? Cuando el toro era un animal sagrado, el hombre antiguo jugaba al toro y se divertía, algo nada censurable, entre otras cosas porque entonces la religión y el juego no estaban separados. Pero sin ir tan lejos, preguntemos a un viejo aficionado si le gusta divertirse en los toros. Y nos dirá, nadie va a los toros a divertirse. ¿A qué va, pues? A gozar o a sufrir el misterio de la bravura y del toreo. Pero antes de indagar qué es ese misterio, trabajito que se zamparía a este artículo, vamos a darle dos o tres pases de castigo al idiota, y le vamos a preguntar una cosa muy sencilla: si come. Porque estamos seguros de que come. Más aún, como humano que es, ha de ser omnívoro, viejo pecado de ingestión cometido por el hombre desde que bajó de los árboles y mató y comió carne. Lo que no fue óbice para que nuestro ancestro sacralizara a unos cuantos animales, a las aves por su don predictivo, al  toro más que a ninguno. Pero quizá nuestro idiota, como algunos humanos, solo se nutra de vegetales, seres orgánicos, y lo que resulta más inconveniente, también “sintientes” según botánicos modernos. Lo que no fue obstáculo para que el hombre sacralizara muchos árboles, el árbol de la vida, el del sacrificio, el de la sabiduría, el del centro del mundo. Y que vigilara las guerras arbóreas. Y que inventara (la mujer) la medicina natural, pero se comían animales y vegetales y tal vez se divertían al mismo tiempo.  

Del culto al toro sagrado a la lidia del toro bravo

El ser humano recolectaba y cazaba desde sus principios. Parece ser que las mujeres recolectaban y los hombres cazaban. En eso los humanos no se diferenciaban de los animales, que también recolectan y cazan, para comer. Pero como además pensaba,   inventó la agricultura y la ganadería. O sea, la domesticación de la tierra y del animal. No le resultó práctico con las hoy llamadas fieras. A las aves, a unas las recluyó y a otras la cazaba. En cuanto a los herbívoros, a unos siguió cazándolos y a otro, el bovino, que era su animal sagrado porque no solo les daba leche y carne para su sustento, y fuerza para su trabajo, porque hubo uno que se resistió a la domesticación: el uro primordial, o su hijo, el toro salvaje. Lo mataron en todas las naciones por su peligrosidad y difícil pastoreo. Pero en la península Ibérica y en el sur de Francia, lo conservaron. Les gustaba jugar con su peligro y admiraban, veneraban su impresionante fuerza genésica, un paradigma de libertad que lo situó fuera de la ley humana, como a los dioses, pues aquellos misteriosos animales estaban organizados en tribus, como los dioses y los hombres; eran poligínicos pero no reprimidos como los hombres; no respetaban el tabú del incesto, al contrario que los hombres; eran padres de cientos de hijos, no como los hombres; y mariconeaban todos, no solo algunos, como los hombres; pero sobre todo eran un enigma porque mataban defendiendo un territorio que luego abandonaban y también porque mataban pero no se comían su presa. Un áura de misterio y peligro desprendía la presencia del toro. Y el hombre lo sacralizó. Era, como hoy el toro de lidia, protector de los campos porque los ramoneaba y los defendía del fuego estival, y con su orín y sus heces los nutría. Y por tanto fue el dispensador sagrado de la fuerza genésica y la fecundidad, gracias a su magia simpática: en Iberia, los primitivos pobladores vacceos (tierras de Salamanca, Cáceres, Ávila y Toledo) celebraban corridas de bodas y la novia y sus amigas cortaban lienzos blancos y fabricaban bohordos para que el novio y sus amigos lo torearan, lo sacrificaran y, después, se untaran su sangre, que les daría potencia sexual. Nunca se suprimieron las corridas de bodas, ni cuando el Rey sabio prohibió a los villanos jugar al toro. La última se celebró, según el historiador de las religiones, Álvarez de Miranda, en Hervás (Cáceres) en los años 40 del pasado siglo. 

El culto al toro convivió durante siglos con la fe cristiana. En la baja Edad Media se celebró una ordalía (juicio de Dios) en la que un toro se enfrentó al obispo Ataulfo, según la clerecía cristiana para demostrar su inocencia por el pecado de sodomía de que se le acusaba, y según el pueblo para curársela (Cronicones Astur y de Santiago de Compostela). Su magia sexual era omnipotente, por lo que a una amante lesbiana la hizo hombre (romance recogido en Cuenca y en Puebla –México-). Poco a poco, el toro sagrado convivió con el toro lúdico con el que los caballeros se entrenaban para la guerra mientras las primeras cuadrillas nómadas formadas por hombres libres de señor, como los hidalgos y los recolectores temporeros, toreaban de pueblo en pueblo. Con ellos empieza, y con la caballería, la historia del toreo secular, origen de la tauromaquia moderna, que funde un mito antiguo y un método moderno (la ciencia del toreo). Y a la par, comienza la historia del toro de lidia, el único animal de toda la fauna que tiene historia. La historia de su bravura, datada genéticamente en los libros de las ganaderías; y narrados sus avatares, cambios, evoluciones, victorias y derrotas en los ruedos, por una ingente nómina de cronistas.  

Como comprenderá nuestro misántropo inquisidor, en tauromaquia la palabra diversión significa muchas cosas, que están muy dentro de los pueblos que practican el toreo. Por ejemplo, la vigente estructura nómada de la temporada taurina, segmentada en fiestas patronales por toda la geografía taurina, viene de la noche de los tiempos. La cuadrilla de toreros es tan antigua como la aparición de los hidalgos astures, que se liberaron del vasallaje por tener armas y caballo propios y bajaron de la montaña para guerrear con el moro, libres pero al servicio del rey. Tan antigua es la cuadrilla de toreros como la legendaria de los caballeros andantes, como la tropa de cómicos, como la de los guerrilleros ibéricos y como su moderna versión delictiva, la del bandolero. Tan antiguos son los toreros como los cuadrilleros recoletores, los primeros en cobrar por trabajar. De aquel lejano origen proceden la cuadrilla de toreros y el ganadero de toros de lidia, genetista avant-la-lettre, que transformó la agresividad innata del toro ibérico en bravura, imponiéndole un proceso evolutivo que cambió su fenotipo con respecto al resto de los bovinos e hizo de su genotipo una fuente de bravura. A este portentoso hecho cultural se unía en paralelo otro no menos grandioso, la conversión de los antiguos juegos taurinos en un sorprendente arte escénico, la lidia, el método de torear, creado y evolucionado por los toreros.   

O sea, que impugnar las corridas de toros supone tocar fibras vitales y culturales muy hondas. Ni el poderoso centralismo francés pudo con la cultura del toro en el sur de Francia. Un día contaremos esa lucha victoriosa –pero nunca acabada- de los franceses del sur en defensa de la tauromaquia. Ahora, la enemiga es global y atenta contra todos los países taurinos. Y no hay debate, como lo hubo en Francia. Ahora, la guerra es más compleja. Al idiota no se le puede convencer. Hay que vencerle. Por eso estas líneas no han hablado con el zombi mimético, políticamente correcto. En este portal no se da la palabra al idiota anti taurino. 

Aclaración: en la próxima entrega, y para disgusto de idiotas, zombis y otros parientes hablaremos de lo que le pasa al toro en el ruedo. Que los antitaurinos tiemblen.

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