Editorial
EDITORIAL – UNA OBRA DE ARTE EN EL DESIERTO INFORMATIVO
Por José Carlos Arévalo
Este no es un artículo periodístico. Lo motiva una faena de Morante que sucedió hace tiempo. Pude escribirlo en su día, pero no lo hice. Me abrumaba ser un portavoz del pesimismo. ¿Por qué lo he escrito ahora? Porque aquella faena, quizá olvidada, sirve de ejemplo. Muestra que el toreo actual, mejor de lo que se piensa, padece un progresivo boicot informativo mucho más peligroso para la Fiesta que todos los movimientos antitaurinos juntos. La tauromaquia casi no existe para los medios informativos, y lo que no existe en los medios deja de existir.
Hace tres temporadas, Morante de la Puebla creó una obra de arte en la Feria de Sevilla con un toro bravísimo de Juan Pedro Domecq. Fue algo más, mucho más que una gran faena. Desde el punto de vista técnico concentró toda la tauromaquia. Asumió el diálogo profundo de los toreros de la Edad de Plata con el toro cuajado al que se trata como a un adulto. Lo emplazó en el terreno que había marcado su bravura, le preguntó la distancia del cite y le presentó el engaño a la altura que convenía para asegurar su fijeza, le propuso la línea recta a su embestida y usó su muñeca gallista (Rafael), para compensar su codicioso viaje apretando hacia adentro a partir del embroque. Consumó el toreo en redondo como lo soñaba Joselito e impuso Chicuelo ya bajo la ley belmontina -parar. templar y mandar-, y lo ligó como ordenó Manolete, cada pase un paso, pero con el compás abierto como lo hicieron Rafael Ortega, Antonio Ordóñez y Antoñete, y, además, lo hizo fajado, como lo hacía Emilio Muñoz. O sea, todo el toreo de muleta del siglo XX en una sola faena.
Y sin embargo, ese acopio técnico no se vio, no tenía que verse. Era el andamio invisible de un toreo que brotaba como el cauce de un rio de agua clara. Era esa naturalidad sublime del toreo hecho cante. Al principio del trasteo, cante alargado y liviano de serrana matutina, en el centro de la faena, cante hondo de solear sincopada de sonidos negros, a su término zarabanda gitana, feliz y elegantísima. Y por fin, la muerte solemne del bravo que se había acompasado a la música embriagadora del toreo, y a la par, la liberación del artista que había comprometido su vida con su inefable obra de arte. Y, por supuesto, el colofón, la catarsis del coro taurino redimido por aquellos instantes de eternidad sucedidos fuera del tiempo, antes de que el tiempo real regresara con su péndulo inexorable*.
La información, un desierto de silencio
Pero aquello se vivió en la plaza. En la calle se enteró la gente de Sevilla, los aficionados y los que no, porque los medios locales lo contaron. Pero en el resto de España reinó el silencio. Las televisiones de cobertura nacional, mudas y ciegas, las radios, alguna referencia en la madrugada, y en los periódicos, en algunos, la reseña enclaustrada dentro de la capitidisminuida sección taurina. Y punto. Nada que ver con la cobertura que dedicaron al tenista Roger Federer, que el día de la mencionada faena se retiraba de su oficio. Por supuesto, la cobertura dedicada al tenista era incontestable, los deportes globales han logrado el liderato informativo. Pero el contraste con la desatención al suceso tauromáquico ponía en evidencia una injustificada discriminación. En definitiva, los toros tienen muchos, muchísimos más espectadores que el tenis.
Aquel veto inercial, no consciente, tal vez mimético, vagamente afiliado al discurso antitaurino del animalismo, un movimiento global amparado por la cultura anglosajona que actualmente ordena el mundo, me convenció, al día siguiente de la faena morantiana, de que la cultura global no solo suma, también resta. El Llanto por la Muerte de Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca, La Oración del Torero, de Turina, El Torero Caracho, de Gómez de la Serna, El Arte de Birlibirloque, de Bergamín, Paquiro o de las corridas de toros, de Ortega y Gasset, ¿eran vestigios fosilizados de una cultura muerta? ¿Era más convincente el discurso subnormal de Peter Singer o el antropomorfismo edulcorado de Walt Disney? Las élites locales de la cultura siempre han estado abiertas a otras culturas, entre otras cosas porque la cultura es universal por naturaleza. Incluso las llamadas singularidades culturales. Todas son privativas de la raza humana. La tauromaquia, sin ir más lejos, es un arte, y como tal asumible por cualquier ser humano. Se dio en la península Ibérica y el sur de Francia, y después en los países hispánicos por la simple razón de que los europeos extinguieron al toro agresivo por su difícil pastoreo, lo que no sucedió en Iberia. Por varias razones, unas ambientales, la escarpada orografía y la pobre demografía de la península, factores que permitieron al toro subsistir en semilibertad durante siglos; y otras, religiosas y lúdicas, entre estas la de torear. Fue su práctica secular la que terminó por convertir el juego con el toro, al principio sagrado y luego festivo, en un arte escénico del que la mencionada faena de Morante es uno de sus recientes ejemplos. Resulta necio inculparse de haber conservado el toro de Iberia, haberlo dotado de un hábitat conforme a su estructura biológica y conservado su ecosistema tres siglos antes de que existiera la ecología; preservado su variabilidad genética, la mayor de todas las razas bovinas; otorgado nombre propio, el que aporta la familia de cada toro, con su genealogía datada desde hace más de dos siglos; y finalmente convertido en actor, el único animal que coprotagoniza con el hombre un sorprendente drama, el de una tragedia festiva en la que su bravura le hace decir, antes de morir, todo sobre sí mismo al tiempo que mide al hombre que lo sacrifica: su valor, su destreza, su arte. Ningún animal accede a semejante dialogo con el ser humano.
El tabú de la muerte animal
Pero el sacrificio del toro -ojo, no el del torero- transgrede el nuevo tabú de la sociedad “post-natural”, el de la muerte animal. De ahí el rechazo a la visibilidad de la matanza familiar y la aceptación del invisible matadero industrial. De ahí que no importe el sacrificio estandarizado de miles de millones animales para el abasto, todos los años, en todo el mundo, y que escandalice el de unos pocos miles de bovinos en el ruedo. La razón no cuenta cuando lo que manda es un complejo de culpa universal forjado por el monumental crecimiento demográfico de la humanidad, el consiguiente aumento de animales para su consumo, a la par que la ganga desprendida por el sistema productivo de la civilización industrial, inductora del cambio climático y destructora de numerosos ecosistemas animales. El hecho de que el sacrificio animal, producto de la caza o de la tauromaquia, sean dos actividades conservacionistas y de alto valor ecológico es irrelevante para una civilización consternada y alienada, que borra su culpa con el mascotismo y el antitaurinismo, que es contraria a la depredación del cazador y del torero, y sin embargo no quiere dejar de ser omnívora, aunque desearía no serlo.
Una posible explicación del veto informativo
Evidentemente, el periodismo, como cualquier otro gremio, no es ajeno al influjo de un movimiento, el animalismo, más “buenista” que regeneracionista. Tampoco se plantea analizar la cuestión con un mínimo rigor intelectual. Practica un eclecticismo ambiguo que da sitio a posiciones contrarias sin entrar en el fondo de la cuestión, eso sí inclinándose hacia lo que el común de los periodistas supone más civilizado: el rechazo ético de las corridas de toros, adjunto a una obligada actitud tolerante hacia una atávica y extendida fiesta, postura que se traduce en minimizar la información taurina, conducta contraria a la lógica informativa, dado el interés que el toreo suscita en la sociedad española: sin apoyo mediático alguno, el segundo espectáculo de masas. Así es la posición informativa de los medios en España ante el hecho taurino. Con tres casos graves: su expulsión en la edición escrita de El País, periódico que últimamente parece hecho para señoras de izquierdas, muy cultas y casadas con hombres muy ricos, de derechas, posiblemente críticas con el atávico y machista juego con el toro. En la radio, la supresión se debe a la deserción de los anunciantes, desde hace años amenazados de boicot por los militantes animalistas. Y en la televisión, los periodistas antitaurinos alegan con éxito la nociva influencia de las corridas en la formación del niño. Palmaria estupidez: ¿son más malos los niños que juegan al toro o que van a los toros?
Sobre la muerte de un héroe
La lidia es una trama entre dos héroes. Uno humano (el torero) y otro animal (el toro). El humano es el victimario, pues el hombre, como cualquier depredador, tiene derecho a matar para comer. El toro, al contrario que el resto de los depredadores, mata a sus presas pero no se las come. Curioso, en el caso que nos ocupa, ninguno de los dos héroes se mueve por dicho fin productivo de primera necesidad. El torero lo que quiere es torear, y el toro, matar al extraño cuya presencia lo perturba, en el campo y en la plaza. O sea, la tauromaquia no es productiva, sino lúdica: para el torero. Lo que sea para el toro, nunca lo podremos saber.
Sí sabemos que en este género escénico llamado la lidia los dos actores intercambian sus papeles. La víctima, el toro, actúa como un verdugo, es un agresivo emisor de una violencia potencialmente letal, y su destinatario, el torero, es el verdugo que para torearlo debe arriesgar el tipo. No hay una sola suerte que no ponga como precio que su ejecutor se juegue la vida. Y la lidia mantiene siempre esta tesitura. Más aún, a medida que el toro se atempera por el gasto energético que le exigen la suerte de varas y las embestidas al torero, las suertes se van haciendo más peligrosas, siendo la última, la suerte suprema, la de matar al toro, la más peligrosa de todas. Es lo que podríamos llamar equilibrio ético del toreo. No en vano Ortega y Gasset afirmaba que en tauromaquia lo ajustado es lo justo.
Quienes acusan a la lidia de ser un acto de tortura o no han visto jamás una corrida o mienten como bellacos. La permanente situación “toro agresivo = hombre en peligro” impone una ley natural, no escrita y de infalible cumplimiento, que provoca la solidaridad automática del coro humano con su semejante en peligro. Pero como todo lo humano no es unidimensional, la identificación de los espectadores con el torero es dual: inquebrantable con el semejante en peligro y condicional con el artista. Respecto al toro no hay identificación alguna, pero sí admiración y respeto. Su identidad heroica, la de luchador hasta la muerte, lo eleva de su condición animal. Para el aficionado la bravura es el alma del toro. No lo humaniza, el toro es el héroe de otra especie. Pero sí lo cualifica otorgándole atributos humanos, admirativos los que pertenecen a la bravura y despectivos los derivados de la mansedumbre.
La tauromaquia no se entretiene en justificar la muerte del toro en el ruedo. No es caprichosa, ni gratuita, ni cruel. Es preceptiva, absolutamente necesaria. Veamos por qué:
Primero, desde el punto de vista dramático, la prescribe el rigor narrativo. El encuentro del hombre y el toro en el universo cerrado del ruedo no plantea un combate entre iguales, lo que sería absurdo, porque no lo son. Nadie va a los toros a ver quién vence y mata al otro. Va a presenciar cómo el torero torea y cómo el toro pelea. La muerte del toro se da por descontada. Muere quien quiere matar, no quien quiere torear. Y es preceptiva la muerte del toro porque en su lucha contra el torero se convierte en la encarnación de su destino fatal, al que debe vencer con arte hasta el punto de que el toro cuanto más se empeñe en destruir (embestir) al torero más colabore con el toreo (la armonía de los contrarios es la sal de la tauromaquia). Por eso, la victoria del torero sobre el toro acontece cuando el toreo es superior a la bravura: la muerte del toro no es otra cosa que la victoria inobjetable del torero sobre su destino, el toro. De ahí que la estocada, por algo denominada suerte suprema, cuando ha sido bien ejecutada provoque una catarsis liberadora en el coro taurino que se identificó con el héroe humano, su semejante, y contemple con respeto y admiración la bella muerte del héroe animal, cuando lucha por su vida con bravura hasta el último aliento.
Segundo, desde el punto de vista ecológico, la lidia y muerte del toro en la plaza es el hecho que garantiza la existencia del toro de lidia. Su pervivencia se basa únicamente en la tauromaquia. Incompatible con el pastoreo por su abrumadora agresividad, improductiva la comercialización de su carne, por su bajo rendimiento cuantitativo y porque, en caso de prohibirse la Fiesta, su peor nutrición bajaría obviamente la calidad de la “carne natural de bravo” que hoy es de alto valor ecológico, e irrelevante la pobre producción láctea de la vaca brava, son los factores que provocarían la extinción de toro de lidia si se prohibieran las corridas de toros y los festejos taurinos populares.
Y tercero, desde el punto de vista económico, la comercialización de la bravura es el sostén productivo que mantiene el hábitat privilegiado del ganado bravo. El sacrificio del 6’7 por ciento anual de la carga ganadera en la lidia o en los festejos populares, más la eliminación de las hembras no aptas para ser vacas de vientre, mantienen el equilibrio demográfico de la cabaña de bravo, conservan su hábitat, un espacio natural rediseñado por el hombre a finales del siglo XVIII y permanentemente mejorado para que el ganado bravo disfrute del espacio exigido por su estructura biológica, una explotación ganadera en la que el toro toma parte activa: hollea la pradera y ramonea el matorral para prevenir el fuego estival, guarda intacto su hábitat cerrando al paso furtivos, pirómanos e imprudentes visitantes, acoge y garantiza la estancia de otras especies silvestres en peligro de extinción y, cuando en su suelo hay acuíferos, de aves emigrantes. En torno a 400 mil hectáreas en la península Ibérica dedicadas a la cría del toro de lidia, sumideros de CO2 y productoras de oxígeno, más cerca de mil quinientas plazas construidas, algunas de alto valor arquitectónico, son un patrimonio ecológico y cultural, se ven ignoradas por los medios informativos y estigmatizadas por algunos partidos políticos de izquierda, que se lo montan de regeneracionistas y no son más que una panda de analfabetos. Como decía el filósofo sevillano Juan Blanco, la “progresita gente”.
Ante la desatención mediática solo cabe una acción: que la Fiesta sepa comunicar sus valores.
*No hago un relato puntual de la faena, su estructura, sus muletazos, la cogida sin consecuencias casi al final del trasteo. El objeto de este comentario es poner en valor una obra de arte que a excepción de los espectadores que la presenciaron no trascendió como en otras épocas del toreo.
Próximas entregas;
“Programar la Fiesta”
“El torero, ese desconocido”.
“El joven empresario”.
“El ganadero e bravo”.
La lidia, o sea la corrida de toros, es un hecho dramático muy complejo y sorprendente. En el universo cerrado del ruedo se plantea una situación límite, un enfrentamiento a muerte que desvela quiénes son sus dos actores. Pone en tela de juicio el valor, la maestría y el arte del torero y la bravura y la casta del toro, atributos