EL OJO CRÍTICO – Un despistado en la corte de la Copa Chenel
por José Carlos Arévalo
Lo malo (o lo bueno) de vivir retirado en el campo, y de vivir escribiendo, lo que es un doble retiro, es que no te enteras de muchas cosas. Había oído hablar de la Copa Chenel, una iniciativa común de la Fundacion del Toro de Lidia (a la que felicito por su reciente Premio Nacional de Tauromaquia) y del Consejo de Asuntos Taurinos de la CAM, pero no sabía nada de ella, ni cómo habían seleccionado a los matadores, ni los toros, ni las plazas de la competición. Sí sabía que habían conseguido el loable triunfo de que todo el circuito fuera televisado por Tele-Madrid en estos tiempos de marginación mediática sin parangón de la tauromaquia.
De modo que decidí ver la semifinal, porque reunía a los tres toreros triunfadores del Ciclo, y contaba además con el aliciente de ver la corrida de tres buenos periodistas y buenos aficionados, Sixto, Carmelo y Chapu, acompañados por el matador Javier Vázquez, que fue un buen torero y es un gran aficionado. Y me dispuse a ver su corrida, porque las televisadas no te suelen dar opción a ver la tuya. Creo que los cinco la vimos más o menos igual, pero como yo vivo en el campo voy a contar algunas cosas a mi manera.
Vi un ruedo pequeño, impropio para la lidia de seis toros con seis años, algo imperdonable pues, además, los lidiaban tres toreros que no han toreado (no se sabe cuándo) ni seis corridas en toda su vida.
Ví seis toros bien rematados, pero desequilibradamente nutridos, pues tenían menos motor que un vespino. Vi alguno parcialmente burriciego, los vi a todos fanfarrones de salida en aquel “guá”. Y me pregunté cómo habrían sido los corridos en los festejos que precedieron a la semifinal y cómo los habrían pagado. Y me pregunté por qué había tan poca gente en la plaza y cómo se había promovido la Copa Chenel en las localidades escogidas para su celebración. Y cuando vi a los jóvenes matadores me pregunté si los habían preparado, si les habían dado vacas y toros en una lógica fase a puerta cerrada o en el campo. Y pensé que era una pena, porque los tres elegidos parecían valer. Pero mi ánimo se vino arriba cuando salió al ruedo un bravo cinqueño de Montealto, que duro algo más que los otros. Pero me ilusioné porque vi torear a un joven con temple, trazo, compás intuitivo y condiciones para ser gente. Se llama Amor Rodríguez (su nombre taurino debería ser otro). Pero mi satisfacción duró poco: el mejor fue precisamente el eliminado. Así que del cabreo pasé al interés. ¿Quién era este tío? Y la historia tenía su aquel. En marzo era carretillero en un almacén. En abril lo seleccionan para la Copa Chenel, mata varios cinqueños como quien no quiere la cosa y pasa a la semifinal. Perfecto, había torero y había una historia que contar, un buen argumento para la Copa Chenel. Pero también había, supongo, chalaneo. ¡Qué país, Miquelarena!