Morante ha roto el molde. Es el toreo del pasado, el toreo del presente y abre la puerta del futuro. Viendo a Morante se ve el capote juguetón de Hillo, los recortes de don Fernando, la luminosidad de su hijo Rafael, el claroscuro barroco de Manolo Gonzalez, la inventiva deslizante de Pepe Ortíz. Viendo a Morante con los palos se ve banderillear con arte, como Juan Bienvenida cuando cuarteaba de poder a poder. Viendo a Morante se ve la muleta trágica y la embestida exprimida hasta el final de Juan Belmonte, la claridad acompasada y ligada de Manuel Chicuelo, unas veces la huella lejana de Paula y otras, como un destello, el empaque jondo de Curro.
Pero Morante quiere ser José. No el artista de un día sino el torero magistral de todos los días. Y lo es. Lo fue en todas las corridas y lo ha sido en su centenaria tarde de Ubrique. En dos toros mostró todo el toreo. Con la capa, las banderillas y la muleta. Y si pinchó, hizo la suerte como mandan los cánones. Y si no estuvo conforme con su antológica tarde, incurrió en la sobredósis, ese más todavía que se exigen los toreros de estos tiempos cuando la faena está hecha, pero que con Morante no importa. Quizá por ello no mató aunque pinchó bien. Cortó dos orejas, pero la espada lo privó de otras dos y un rabo.
¿Por qué abre Morante la puerta del futuro? No por su arte, que es intransferible, sino por su ética, que es ejemplar. Si la Fiesta, agredida por tantos flancos, necesita revulsivos, voy a prodigar mi arte todas las tardes. Si hay que devolver la tauromaquia a todas las plazas, voy a torear en las más importantes y en las más olvidadas, en las ciudades y en los pueblos. Si un manto de silencio informativo quita fuerza a los toreros, voy a torear con todo ellos, con las figuras y con los que no lo són. Si la pandemia y la recesión taurina marginan a muchos ganaderos, voy a torear toros de todos los encastes, los preferidos y los preteridos, los nobles y los peligrosos.
Todo eso se celebraba en la gran fiesta morantiana de Ubrique. Pero a ella asistió un torero, Pablo Aguado, que no era el convidado de piedra. Y no lo fue porque toreó muy despacio, irrealmente despacio, con naturalidad bienvenidista, aroma vazqueño y ese deje sevillano en el que la elegancia oculta la gracia. No la gracia del gracioso, sino la gracia de quien tiene el ángel. Quizá a sus faenas les faltó la sobredósis. Para mí no. En el toreo, lo bien dicho no hay que repetirlo.