Lo bueno de la memoria es que para ella el pasado es presente. Una ventaja para el viejo aficionado. Todos los toreros pertenecen al mismo tiempo. Por ejemplo, puedo recordar al unísono dos cornadas de Pedro. La del toro de Dionisio Rodríguez, en Madrid, que dio paso a la etapa de El Capea como señor del temple, y la del toro de Cebada Gago, en Sevilla, que cerró su largo camino como el torero que convirtió la maestría en arte. Fue un período extraordinario del toreo que la gente vivió con total naturalidad, como si no hubiera sido un período extraordinario del toreo. Pero lo fue.
A la chita callando, con esa naturalidad no actoral que solo consiguen los toreros cuando degustan su maestría, se divierten con las malas ideas de los toros, les sorprende, sin cambiarles el humor, la imprevista animosidad de un público, Capea exhibía en los ruedos algo que ustedes no me pueden aceptar, que ni siquiera el torero aceptaría, pero que yo sugiero para que se enteren quienes no lo vieron: la maestría infalible. ¿Y qué es la maestría infalible, además de una cualidad sacrílega? La capacidad de transformar la furia del toro, de todos los toros, en el arte de la razón. Y como no hay razón sin maestría, ni maestría sin temple, y sin temple no hay arte, y como el toreo de Pedro conjugaba todo eso sin decirlo, solo los buenos catadores supieron valorar en su día lo que hoy han asumido todos. El Tiempo es un señor que siempre pone a cada uno en su sitio.
En aquellos años ningún toro le aguaba la fiesta al maestro de Salamanca. Y no es que anduviera con ellos sobrado, es que los cuajaba como si cada uno de ellos hubiera sido el toro de su vida. Y así recuerdo un torazo de Gavira, con más de seis años y en torno a los seiscientos kilos, al que desorejó como si fuera una malva, en una corrida extraordinaria, no recuerdo si de Beneficencia o de la Prensa; o un toro de Sepulveda, malo y correoso, al que Capea desorejó porque antes Manzanares había hecho un faenón a un toro de bandera, y porque antes Ojeda también había desorejado a otro bravo del mismo hierro; u otra faena electrizante a un toro ensabanado, salpicado, con enormes y astifinos pitones, y bravo bravísimo, y peligroso peligrosísimo, de Manolo González, uno de esos “toros vedette” que desacreditan sí o sí y para siempre al mejor torero. Pero no a El Capea, que le hizo una gran faena, no la mejor de su vida, aunque sí la más difícil, la más costosa, la más meritoria, la que lo proclamó señor del temple. Título que nunca le reconocieron los aficionados exquisitos, paradójicamente los más ciegos. Jerarquía que a la inversa le reconoce el mejor aficionado de todos, el que termina siempre por poner las cosas en su sitio: el Tiempo. A mí, por ejemplo, me ha hecho vivir las mencionadas faenas como si hubieran sucedido ayer mismo. Y es que para ese aficionado supremo que es que en el baúl del Tiempo todo sucede al mismo tiempo.
Hace 50 años Pedro Moya, entonces “Niño de la Capea”, tomó la alternativa. En mi memoria, ayer mismo. Nos vemos, Pedro.