LA EMPRESA – Impresiones de un aficionado anacrónico
Fotos Plaza 1/ ALFREDO ARÉVALO
Por José Carlos Arévalo
La Feria de Otoño ha empezado con dos cogidas, a Álvaro Alarcón, novillero, y a Ángel Sánchez, matador. Por supuesto han sido cogidos porque los toros cogen a los toreros. Pero a los ojos de un viejo aficionado, el novillero ha sido cogido por un toro (de los de antes), con la edad de novillo, posible peso de toro (la loca báscula) y de hecho un toro (por sanidad, nutrición, desarrollo y preparación).
Y el matador ha sido cogido por un toro como los que se lidaban en Madrid hace un siglo y a los que con tres volantazos todos contentos. Y con razón. Al toreo lo legitima un justo equilibrio entre el riesgo que propone el toro y cómo lo administra el torero. Antes, una cornada leve de hoy podía ser una cornada mortal (véase la de Sánchez-Mejías) y por eso el toreo valía con tres volantazos y una chispa de inspiración. Pero hoy esos toros, por ejemplo los de la corrida de Adolfo Martín, dan un espectáculo degradante para el aficionado y para el público. No porque tuvieran un trapío disuasorio (que lo tenían), y más peligro que el dragón rojo, sino porque si cualquiera de los tres espadas quería triunfar tenía que ponerse en el sitio, dar de beber al toro con el engaño, traérselo muy despacito, muy ceñido, rematarlo muy atrás, por detrás de la cadera y así ligarle los pases como si fuera una vaca noble y chocha. Y eso no era posible porque los “adolfos” olían a cloroformo.
Estuvieron bien los tres toreros, se jugaron la vida, evidenciaron torería, uno de ellos sufrió un terrible percance. Pero la corrida fue un espectáculo de mal gusto. Cuando la Fiesta pierde el equilibrio pierde la ética. Y que digan los toristas lo que quieran.