EntreToros

ACTUALIDAD – 8 DE ABRIL DE 1962: JUAN BELMONTE APAGA SU LUZ

Por Santi Ortiz

Tal día como hoy, hace sesenta años, sonó un tiro. Un tiro que apagó la luz de una vida. Un tiro que desencadenó un seísmo dentro y fuera del mundo del toro. Un tiro mediante el cual la libertad de un hombre firmaba su supremo derecho a poner término a las páginas de su biografía.

Fue el último terremoto generado por aquel que, con su fuerza sísmica, había sacudido tantas tardes las plazas de toros; aquel que había hecho temblar los mismísimos pilares de la tauromaquia; aquel que había pulverizado la antigua sede del toreo, para levantar en su lugar el esplendoroso edificio del toreo moderno; aquel heterodoxo y autodidacta, que Triana había adoptado como el mejor de sus hijos: ¡Juan Belmonte!

El suceso ocurrió en “Gómez Cardeña”, la finca que había comprado con las ganancias obtenidas en los 47 paseíllos que sumaron las dos temporadas –1934 y 35– de su última vuelta a los toros. Marcaba el calendario, el 8 de abril de 1962, luminoso domingo anterior al de Ramos, que había sacado de su letargo a una perezosa primavera reacia a cambiar el pelo del invierno. Fue a la hora del ocaso, cuando la noche comienza a despuntar por levante y las primeras estrellas medio se vislumbran en un cielo teñido de violeta; en esa hora vespertina donde la vida toda parece detenerse unos instantes presa de un recogimiento misterioso que convierte el ocaso en un confesionario. La “hora de Belmonte”, la llamaban, porque en ella, consiguió Juan muchos de los triunfos más memorables de su primera época, como aquel de “Guitarrito”, el novillo berrendo del duque de Tovar, con que dio a luz el temple ante el asombro de una fascinada Maestranza; o el del miura “Rabicano” –primera confrontación con Joselito en Sevilla–, al que cogió el pitón por la mazorca para incredulidad y berrinche del irascible ganadero; o el de “Tallealto”, de Contreras, el 2 de mayo de 1914, en tarde histórica para él y el menor de los Gallos; o el del “Barbero”, de Concha y Sierra, con el que hizo, en la célebre corrida del Montepío de 1917, la faena más grande de su vida torera y de la historia hasta entonces, o el de “Flor de Jara”, al que cortó el segundo rabo concedido en Madrid a un matador de toros –el primero lo había cortado Joselito– en la denominada y emotiva “tarde de los albaserradas”, el 20 de junio de 1920, así como otros muchos que sería prolijo enumerar.


Fue la hora elegida para decir adiós. Había pasado la mañana, contra prescripción facultativa, acosando y derribando becerras, como apurando el último sorbo de una vida de la que ya quedaba muy poco por el desgaste del intenso uso. Le faltaban seis días para cumplir setenta años. Padecía una cardiopatía isquémica y una dolorosa hernia de hiato esofágico. Sufría el lacerante mordisco de la soledad, sobre todo a partir del fallecimiento, dos primaveras antes, de su íntimo amigo y entrañable compañero de paseíllos, tertulias, cafés, puros y silencios, Rafael el Gallo, y había visto en la bola de cristal de Julio Camba –otro amigo del alma–, hospitalizado, semiinconsciente y acosado por tubos, cables, vías y monitores, antes de que pasara a mejor vida en el anterior febrero, el posible e indeseable futuro que podía acecharle. “Esto se corta”, dicen que dijo al verle. Tenía prohibido fumar, montar a caballo, comer a su gusto y satisfacer su infatigable sensualidad. Tampoco le permitían torear, pese a lo cual, unos días antes, había llamado a Julio Pérez, Vito, para que se acercara a “Gómez Cardeña” con su compadre Luis González a fin de que le echaran una mano en la lidia de un cuatreño en puntas que pensaba matar. Julio trató de convencerlo de que aquello era un disparate, que mejor sería matar un eral o, en el peor de los casos, que “arreglara” los pitones del toro, pero Juan estaba decidido y no dio opción a ningún cambio. Sin embargo, cuando en la fecha acordada los dos banderilleros se presentaron en la finca y fueron a los corrales para ver al “enemigo”, se encontraron con que estaban vacíos. Fueron después al encuentro de Belmonte y éste les pidió disculpas diciéndoles que había mandado soltar el toro otra vez al campo. Al parecer, no se había sentido con ánimo para lidiarlo o dejarse matar por él, aunque esto no deja de ser una especulación.


No me meteré en las arenas movedizas de las suposiciones. Tampoco en las posibles razones que llevaran a Belmonte al suicidio, algo que sólo Juan sabría y que quedó sellado con su muerte. Sin embargo, pese al deterioro irreversible de su salud, que lo alejaba de la existencia que le era reconocible, y a sus deseos de no sucumbir al apolillamiento de la vejez –“A Juan Belmonte no lo verán arrastrando los pies por la calle Sierpes”, le aseguró un día a su buen amigo Andrés Martínez de León–, razones próximas que podían avalar su postrera decisión, sí me gustaría detenerme en una cuestión crucial de la genial personalidad belmontina: la forja de suicida en potencia que se fue urdiendo en la mente del torero desde su juventud.

Como le confiesa en su célebre libro a su biógrafo Manuel Chaves Nogales: “Llegué a estar tan sugestionado por las lucubraciones literarias que terminé pensando en suicidarme. No sé por qué me asaltó aquella monomanía, pero lo cierto es que, a veces, me sorprendía en íntimos coloquios conmigo mismo, incitándome al suicidio. Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba, dando por hecho que de un momento a otro iba a disparármela en la sien. Terminaba guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: ¿Para qué haces todas esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar? ¡Si no es verdad que quieras suicidarte!”

Esto ocurría en 1915, su segunda temporada –79 paseíllos– de competencia triunfal con Joselito, cuando Juan contaba 23 años de edad y clavaba el pendón de su fama en la más alta cima del toreo. Ahí no había el mínimo atisbo de decrepitud ni nostalgia de un pasado marchito para siempre y, sin embargo, en algún oscuro rincón de su cerebro había anidado ya el germen de un posible suicidio. De hecho, aunque abandonara aquellas lecturas morbosas que tanto alteraban su espíritu –pero jamás su afición a leer–, no se separó nunca de la compañía de una pistola; de aquella que tenía entonces o de otras que pudieran venir luego. En la exposición que sobre Joselito y Belmonte se llevó a cabo en Sevilla durante el otoño de 2013, pude ver la Luger del calibre 6,35 con que se quitó la vida. Me impresionó que algo tan diminuto, casi de juguete, hubiera podido vehicular el fin de una existencia tan grande, pero así fue.

En aquella España de 1962, que Juan hubiese optado por salirle al encuentro a la muerte en vez de esperarla creaba problemas, de ahí que sus familiares y la prensa de la época ocultaran celosamente cualquier alusión al suicidio. En primer lugar, porque la Iglesia católica prohibía enterrar en sagrado a los suicidas, y en segundo, porque los fariseos que gustan hacer moral de la muerte ajena mostraban una actitud de rechazo y condena ante el suicidio, tal vez por valorarlo como cobardía o como violación de los preceptos religiosos y no como un acto de libertad suprema.

Para arreglar las cosas con la Iglesia a fin de que Juan recibiera cristiana sepultura hubo que recurrir al cardenal Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, que accedió a cambio de que la familia mantuviera una total discreción sobre las circunstancias de su muerte. Pero su entierro, previsto como algo íntimo y reservado, fue acaparado por ese entusiástico fervor popular que siempre le siguió en sus tiempos de gloria. Y fue el pueblo quien guio el féretro y, a hombros, lo llevó a lo largo de varios kilómetros por las calles de Sevilla hasta el camposanto de San Fernando. El Altozano, Triana, La Puerta del Príncipe, la Macarena, contemplaron el último baño de masas del torero enfundado en un ataúd negro con crucifijo de plata, que vino a pararse ante el mausoleo de Joselito. De nuevo, ambos colosos, unidos ya por la muerte, coincidían en su postrero “patio de caballos”. Ese empuje irrefrenable del pueblo para traerlo a su última morada era más poderoso que todas las reticencias de la Iglesia. Como en el cementerio apuntó con acierto un aficionado: “Juan vivió arrollando las reglas. Arrolló las del toreo. Y así, contra toda regla, ha llegado aquí.”

En cuanto a la prensa, fue unánime en ocultar en un primer momento las causas del fallecimiento. En La Hoja del Lunes, se decía que había muerto a causa de un ataque cardiaco. En el diario Ayer, se achacaba su óbito a una caída de su yegua “Maripán” –“Maravilla”, para ABC–, con la que aquel día había estado acosando. Blanco y Negro decía únicamente: “Ha muerto trágicamente, como trágica fue su vida de torero. Ha muerto entre toros bravos, casi con las espuelas calzadas: como le había gustado vivir”. El ABC de Sevilla, que relegó la luctuosa noticia a su página 39, contaba que se había sentido indispuesto después de acosar, que se había dirigido a su despacho y pedido un whisky para confortarse; mas, unos renglones más adelante, hacía un guiño a quien supiera leer entre líneas: “Luego, en un momento indeterminado, la mortal acometida. La muerte tiene una extensa panoplia y escogió caprichosamente el arma que le plugo. Poco después el ama de llaves penetró en la estancia…” Por su parte, Celestino Fernández Ortiz escribía en El Ruedo: “Ni un grito ni una queja. A Belmonte se le llora en silencio. En la gañanía algún hombre fuerte tiembla para hurtar sus lágrimas. Los amigos, los fieles amigos de las mañanas de Los Corales –Bollaín, Sánchez Capral, Vaquerizo, Muñoz…– no saben qué decir, como si aquel gesto frío y mortal de aquel gran hombre de tertulia les impidiera ya reanudar la charla. Nadie quiere arrancar a este último momento la sencillez, la naturalidad de las cosas que cumplen, lisa y llanamente, su destino.”

El destino de Juan, el barrunto inconcreto de una muerte tantas veces acariciada en el ruedo, e incluso una vez buscada, como aquella tarde de los cinco avisos en La Maestranza cuando aún era un desconocido que pretendía desde su anonimato conquistar la gloria. Todavía anda por ahí la amarillenta fotografía que lo muestra arrodillado ante la amplia cornamenta del manso –¡Mátame, asesino, mátame!– buscando la cornada mortal que le evitara el infierno del fracaso… El destino de Juan, augurado por la voz tonante de Guerrita, el Zeus del Olimpo taurino, apresurando a los aficionados que quisieran verlo, porque el toreo que se traía entre manos aquel iluminado, aquella transgresión de los principios del toreo decimonónico, sólo podían conducirlo a una temprana muerte cierta.

Sin embargo, aquel Belmonte que llegó por el dolor a la victoria; por el miedo al valor; por la calamidad al sentimiento; por los sueños al arte; por la noche a la luz; por la heterodoxia al futuro; por la aventura a la osadía; por la revolución a la cumbre, parecía empeñado en burlar todos los augurios, todos los barruntos, todos los vaticinios y profecías, continuando invencible su camino de campeador de las arenas. Y pasó el tiempo. Y la muerte no vino. Y se le fue Joselito, y Rafael el Gallo, y Sánchez Mejías, y Ricardo Bombita, y Machaquito, y Francisco Posada, y Cocherito de Bilbao, y Saleri II, y Curro Puya, y Varelito, y Larita, y Regaterín, y el Niño de la Palma, y Pascual Márquez, y Antonio Cañero, y Manolete… Hasta que un día, hoy hace sesenta años, harto ya de esperar, le salió al encuentro pistola en mano, como un bandolero romántico, dispuesto a borrar todos sus recuerdos, los ecos de las ovaciones, el agridulce regusto del amor, los libros leídos, los sueños más lejanos, el canto de los pájaros, los campos, los cortijos, los amigos, la luna de Tablada, el incesante tráfago de la calle Feria, San Jacinto, el Guadalquivir, el Altozano y todo el barrio de Triana. Y de un disparo apagó para siempre el sol, el mundo y la vida. Y entonces, se murió.

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