A mediados del siglo XIX, el ganadero disponía ya de dos campos de pruebas para trabajar la bravura, la plaza de toros y, posiblemente, la plaza de tientas. En la primera, la lidia está al servicio del toreo y el criador verifica el resultado de sus búsquedas. En la segunda, la lidia está al servicio de la bravura y el criador experimenta y apuesta. Su trabajo fue deslumbrante por lo fructífero. Porque el toro se encela paulatinamente en el caballo de picar, la suerte de varas mide algo más su bravura y su acometida empieza a transformarse en embestida. Es entonces cuando Curro Cúchares, para escándalo de los aficionados puristas y gozo de los espectadores, descubre que el toro también embiste en el último tercio y que la muleta no es solo un complemento de la espada sino un extraordinario avío para torear.
Nunca se ha sabido si el toreo evoluciona porque evoluciona el toro, o si éste evoluciona porque evoluciona el toreo. La duda se planteó cuando Juan Belmonte consiguió de embestidas cortas y rematadas por alto, embestidas largas y rematadas por bajo. ¿Guardaban los toros esa bravura escondida? ¿La había descubierto Juan en sus noches de Tablada, cuando el toro ve más y el hombre menos? Como quiera que fuese se comprobó que, a partir de entonces, el ganadero buscaba ese bravo comportamiento ya reclamado en las plazas. Y el trabajo de las ganaderías señeras fue magnífico, porque pocos años después el toro estaba listo para repetir sus embestidas en redondo, como demostró Chicuelo en sus faenas fundacionales al toro “dentista”, en México, y a “Corchaito”, en Madrid, prólogos de la faena manoletista seriada en redondo.
Continuará
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