Santiago Martín “Viti”, Julio Robles y Pedro Moya “Niño de la Capea”, tres figuras del toreo, tres tauromaquias distintas y tres estilos de torear diferentes. Los tres componen la terna estelar de Salamanca desde que el toreo existe.
Hoy, día 14 de enero de 2022, escribo estas líneas veinte años después de la muerte de un Julio Robles retirado del toreo por un toro que lo dejó tetrapléjico y le amargó los últimos años de su vida. Así que he cogido la pluma para hablar del diestro nacido en Fontiveros (Ávila), mas para el toreo nacido en la Fuente de San Esteban (Salamanca), ese cruce caminos donde confluyen grandes maestros y maletillas, unos para entrenar y otros para hacer tapia.
Los tres permanecen vivos en la memoria de los viejos aficionados. Uno de ellos, El Viti, tuvo la suerte de contar entre sus partidarios con un gran escritor taurino, Guillermo Sureda, y su toreo pasará a la historia cuando despierte la cultura taurina de este ingrato país y la obra de Sureda se reedite. Pero Julio y Pedro, aunque hayan sido, el primero un gran torero, y el segundo una gran figura, se desdibujarán en el futuro si ninguno de los que los vio desentraña sus tauromaquias.
No voy siquiera a insinuar cómo era el toreo del desaparecido Robles. Pero si le voy a dedicar tres líneas: Julio Robles era elegante y barroco. Sus verónicas, templadas mecían los vuelos como flecos esculpidos. Su pase natural y su derechazo tenían trazo largo, hundida plomada y, curioso, alada elevación. Pero, como si fuera consciente de su elegante seriedad, sus aperturas y remates con la capa y la muleta eran joviales, inspirados, sorprendentes. Todavía recuerdo, después de unas verónicas embriagadoras, un remate frontal, el compás abierto, la esclavina recogida y los codos en aspa que puso en pie al coso onubense de La Merced.
Hay que escribir por primera vez y en algunos casos reescribir, para poner en su sitio el toreo del siglo XX.