Así nos quedamos al término de la corrida más esperada de la feria: con la miel en los labios. Y no por culpa de los toreros, ni de la esquizofrenia congénita que padece la plaza -aunque los del 7 sacaron pancartas demandando un toro más toro, o sea un toro que no existe en el campo-, sino por el poco o mal juego que dieron los de Alcurrucén. Bravos en varas, sus embestidas se maleaban en los dos tercios siguientes. ¿Por qué, si los picaron bien? En efecto, no los barrenaron, procedimiento que los violenta. Incluso los picaron muy bien, sobre todo Salvador Núñez y Pedro Iturralde al segundo y cuarto de la tarde, mediante puyazos de una sola trayectoria, los que atemperan y no violentan, como se demostró en las muletas de El Juli y de Morante. Sin embargo, no se si culpar a los toros por su mala conducta, o a la puya actual, que los encrespa cuando el tope que separa la pirámide de la puya de su base y rompe la piel, después que el picador haya recargado varias veces para que el puyazo entre hasta la cruceta. Desde luego, la puya reglamentaria es un horror. Era válida cuando se picaba con caballos ligeros, los toros menos bravos y los puyazos duraban un santiamén. Pero hoy, que casi todos los toros acuden prestos al poderoso caballo vigente y se empeñan bajo el peto, clama al cielo que no se imponga la puya innovada sin tope, que entra con suavidad y permite una inmediata rectificación si en el encuentro la puya ha caído mal, y con su base cuadrangular, que dificulta el barrenado. De modo que en esta corrida vimos toros bravos en el caballo y de pésimo juego en los tercios siguientes. ¿Cómo se coge esa mosca por el rabo?
El caso es que vimos un toro muy bravo, el tercero de la tarde, llamado “Pocasprisas”, pero que embestía como un rayo, y dos, segundo y cuarto, que se acoplaron al toreo, macerados, domados, atemperados por la maestría de Morante y de El Juli. Pero, faltos de raza, duraron media faena. O sea, que vimos buen toreo pero no faenas completas, rematadas. Y ese gran toreo lo protagonizó El Juli en su dos toros, mediante un temple prodigioso, un valor sin cuento, una colocación perfecta en los cites, una presentación del engaño del alto calibre y una cadencia prodigiosa en el trazo del toreo fundamental, ora por redondos, ora por naturales. La maestría del madrileño comunicaba autoridad y humildad, una naturalidad elegante, demasiado para el 7.
No le fue a la zaga Morante, sublime en una corta faena, sobre todo por redondos ligados con sola pérdida de un paso, ceñidos, cadenciosos, perfumados con chanel n.º 5, el toreo hecho y dicho más allá del bien y del mal, un regalo del arte para el aficionado, no sé si suficiente para el consumidor. Pero el descastado toro, no tan inútil para la lidia como los otros tres que ha sorteado en esta feria el genio de La Puebla, duró poco, menos de lo que deseábamos todos. Un deseo poco taurino, muy moderno, el culto a la cantidad.
Quien se entregó a la diosa de la cantidad fue Tomás Rufo, joven y buen torero que estuvo muy mal. Le desbordó la bravura de su primer toro y se puso muy pesado cuando el toro había perdido pies. Y con el sexto, peor. Y como su toreo, de buena geometría, carecía de mensaje, y el público lo auscultaba en silencio, el aplicado espada seguía y seguía. Una pena. Pero no importa, el toledano es un buen torero. Y como dice mi amigo Antonio Donaire, son días de esos.