EntreToros
MADRID – Feria de Otoño (2ª Parte)

Antes de que llegara la Fiesta Grande… y definitiva
Por José Carlos Arévalo
El problema venteño de la novillada
1/ Madrid tiene un problema con las novilladas del que no es culpable. Hace años, cuando en los pueblos se daban novilladas, sin picadores y picadas, los becerristas (deberíamos llamarlos eralistas) se formaban en los pueblos antes de torear con caballos en plazas de mayor relevancia. Luego debutaban, ya bastante curtidos, en los cosos mayores y entonces, las novilladas de Barcelona, Valencia, Sevilla, y, también la madrileña plaza de Vista Alegre ofrecían a Las Ventas debutantes precedidos de cierta fama. Era un camino lógico. Y a los que triunfaban se les abría el mercado. (Sí, en aquellos tiempos también los novilleros ganaban dinero).
Pero este proceso murió. Las causas fueron varias. La más determinante, el apagón informativo sufrido por la Fiesta. Muy fuerte en la cumbre (corridas de toros) y total en las pequeñas ligas del toreo (novilladas sin y con picadores).
El primero que luchó por corregir el hundimiento de la tauromaquia de base fue Víctor Zabala, inventor de un interesante circuito de noveles. Luego lo relevaron algunas Comunidades Autónomas. Pero el apagón subsiste y las novilladas parece que no existieran.
2/ Anomalías del presente. Una novillada sin picadores ¡en plena Feria de Otoño! Los tres jóvenes apuntaron buenas maneras, pero todavía no saben torear. ¿Les servirá de algo su absurdo debut en Madrid?
Y 3/ La anomalía mayor. Lo que no puede ser, lo que no es ético es echar una verdadera corrida de toros a tres chavales que posiblemente el año pasado se afeitaban la barba por primera vez. Me importa un carajo que los utreros no hubieran cumplido la edad (a uno le faltaba un mes). Los seis eran, por romana, encornadura, trapío e “ideas” (aviesas) seis toros hechos y derechos. Lógico. Con la nutrición, el saneamiento y la preparación que ahora recibe el toro de lidia, cualquier novillo de hoy es más que cualquier toro de ayer. Pero de eso no se da cuenta la gente.
No se lo permite ver el caballo de picar de Madrid, que dejaría en ridículo al buey Apis si tuviera la osadía de pisar el ruedo de Las Ventas. Sinceramente, viendo la encerrona perpetrada a los tres novilleros me sentí mala persona. De los tres me interesó un peruano llamado Pedro Luis. Reúne todas las condiciones para ser un buen torero.
Los “victorinos”, un toro estelar y cinco con bravura avispada
Resulta que David Galván, cogido a las primeras de cambio, es un torero distinto, al que los toros lo inspiran. Resulta que jamás lleva la faena hecha: las diferentes condiciones del toro hacen de su toreo unadeslumbrante sorpresa. Y resulta que su imaginación se expresa con un trazo impecable, con una elegancia casi angélica y el deje inefable, carísimo, de la gracia.Pues bien, dicho esto vamos a ponerle con la de Victorino. Desde luego, la sensibilidad no es el pecado del taurino. ¿Y qué tiene de malo la de Victorino, exclamarán taurinos y aficionados? Puesque la de Victorino tiene la costumbre de lidiar cinco toros bravos pero imposibles de torear como hoy se entiende el toreo, y algún toro excelso, como el segundo que mató Román, un toro bravo, con clase y con un temple indecible, que gateaba a compás. Admiré al valenciano por su valor fresco y sincero. Pero más, mucho más por cómo citaba y embrocaba al bravo con la mano derecha. No me gustó tanto como lo remataba, con un volantazo casi por alto. Pero de eso él no tenía la culpa. Si lo hubiera citado algo más en línea, como piden los “saltillos” que gatean, su faena habría sido un faenón, pero no lo habría permitido el 7. Y Román se equivocó, como lo demostró al torear por naturales cruzándose levemente en el cite para que los listos no protestaran, y así llevar la embestida a los vuelos en una línea recta y larga que la muñeca hacía curva al final de los pases. Bien por Román, engañó al 7 con toreo bueno y cortó una merecida oreja.
Si en Las Ventas, en vez de doce buenos aficionados hubiera doce mil, Ginés Marín, que se las vio con dos marrajos y otro que se apagó enseguida, hizo lo más torero de la tarde, sin triunfar habría salido de la plaza en loor de admiración. Y no lo explico porque no se debe explicar lo evidente. Pero afirmo que si este excelente torero no se sintiera obligado a cortar orejas todos los días, y le diera los toros lo que se merecen, estaría en la cumbre.
Debo aclarar, para que no se me acuse de parcial, que la corrida de Victorino tuvo el mérito de tener metida a la gente en la corrida durante toda la tarde. Lo hizo de dos maneras. Una, gracias a la emoción que provoca la bravura. Otra, por culpa de la emoción que provoca el resabio. Atención, no el resabio del manso que se defiende en vez de atacar, sino del bravo que ve mucho. Porque el toro de Victorino tiene sus achinados ojos más laterales y sin cejas, y ve más de lo que debiera. Por supuesto, no es una hipótesis, sino una constatación física. Por supuesto, más razonable que explicar por qué un toro bravo embiste con el genio del manso agresivo.
Curro Vázquez, Enrique Ponce, César Rincón y Morante homenajean a Antoñete
Por José Carlos Arévalo
El Festival de la mañana
Enrique Ponce hizo un toreo excepcional el día más torero del año y de muchos años. Siempre le admiré, pero no fui partidario suyo. Admiré sin reservas su maestría. Y aclaro que la maestría es la destreza en grado sumo. Hacer pasar al toro que no quiere embestir, convertir al manso en bravo, que haya mucha armonía y un embroque, ay, poco apretado, que le diga sí al toro que le dice no, que cuando recién salido al ruedotodavía no sabe embestir, le pierda pasos para luego veroniquear su inercia. Todo eso me parece magistralpero, como se dice ahora, no me pone. Y, sin embargo, le he visto a Enrique grandes faenas. Recuerdo una, en sus principios, a un indefinido “Atanasio”, en Linares, al que definió el cite a distancia, pues el indolente astado galopaba sin saber por qué hasta que entró en la jurisdicción del torero y éste lo ató en el embroque y lo descubrió, nos descubrió que era bravo, y la faena tuvo mando de hierro y temple de cristal. Recuerdo las faenas deslumbrantes de México, donde los toros se le entregaban. Pero no voy a hablar del pasado y me reprimo su faena al “Samuel”, aquella tarde en Madrid, con Joselito y Rivera Ordóñez. Y me la callo, y me callo todo lo que me gustaba porque hoy todavía no me creo lo que hizo Enrique Ponce en homenaje a Chenel. Fue toreo de ensueño: el temple líquido, el compás adormecido, el trazo largo, la cintura rota, los dos talones clavados en la arena, la figura enhiesta y la muñeca sabia de una faena cenital, el más bello amanecer del toreo. Le dieron una oreja. Me importó un rábano la cicatería presidencial. Yo estaba exultante y triste. Los grandes toreros se retiran cuando mejor torean. La faena de Ponce el 12 de octubre fue un faenón. Toreo grande, hecho con verdad y dicho con arte. El desapercibido apretón de manos entre el torero y el ganadero Justo Hernández a la muerte del toro no necesitó palabras. Era el reconocimiento mutuo de dos genios que están en el secreto.
César Rincón toreó por Rincón… y también por Antoñete. La distancia. Dos fuerzas separadas, dos pretensiones distintas. Una, la de matar al torero; otra, la de torear al toro. El toreo es una geometría dramática. Dos identidades contrarias que se unen cuando más se atacan. Y de esa unión, la del toro que ataca y que inspira al torero, está hecho el arte de torear. Así loentendía Antoñete y así lo entiende Rincón. Distinta expresión artística y un mismo concepto: El toreo tiene su física y su “química”. Dos toreros tienen la misma idea y la expresan distinto. Uno con elegancia, el otro con gallardía. La faena de Rincón -¿estaba retirado este torero?- fue, en lo taurómaco, el más cabal homenaje a Antoñete. Lo separado se une, lo distante se acopla. Y la muerte pacta con el arte. El toreo es una geometría con alma. Y al maestro colombiano, que toreó con el alma por su padrino de alternativa, Antonio Chenel “Antoñete”, le concedieron las dos orejas. Así tenía que ser.
La mañana estuvo llena de emociones. Con Curro Vázquez -¿quién ha toreado mejor que Curro Vázquez?- triunfó la razón taurina sobre la sinrazón humana. Solo frente al toro, espigado como un chaval, pero con 74 años encima y una muleta en la mano. ¿Cómo se explica ese desprecio al instinto de conservación? La amistad, la verdadera amistad entreCurro y Antoñete. Había que estar ahí. El toreo es un oficio de tíos. De artistas que comprometen la vida con su arte. De locos que dan su vida por un buen pase. Y Curro se puso de verdad, y hasta hubo dos muletazos que me recordaron a Curro Vázquez. Cortó dos orejas. Faltaría más.
Me demudó ver a Frascuelo viejo y cojo. Y quedarse quieto. Y esbozar el trazo elegante y hondo que tenía. Y no digo más. El toreo es oficio de héroe. Está dicho todo.
¿Y qué decir de Olga Casado? ¿Qué hacía allí, entre tanto loco borracho de sueños y de nostalgia, aquella mujercita bellísima que nunca vio torear a Antoñete? Pues torear con una ingenuidad angelical, muy buen trazo y al final de la faena, buen toreo, el de verdad. En el fondo tenía sentido su presencia. Si algo le gustó a Antoñete tanto como el toreo era la mujer. De modo que una mujer torera cerró la mañana en que Madrid homenajeó al torero del mechón blanco. Además, cortó dos orejas.
Pero de Morante no hablo. Morante es capítulo aparte.