por José Carlos Arévalo
La maestría, oculta, donde tiene que estar: puro andamiaje del arte. La colocación, exacta, pero no buscada. El cite, tan perfecto que no hay cite. El compás, sin una mácula, como una coreografía largo tiempo ensayada. El acople entre torero y toro, absoluto, dilatado, consumado, de una belleza indecible. La bravura, la que quiere matar, transmutada en cómplice embestida del arte. Y el torero y el toro inmolados al milagroso arte de torear. Y la irreal armonía de los contrarios convertida en realidad. Y el temple, cada pase un paso, la ebriedad despierta del toreo, una catarsis a compás, el sentir y el pensar al mismo tiempo: la belleza. Y el “ole” adherido al pase, no el “bien” que aprueba la suerte hecha pero aún no dicha. Y las series de muletazos, estrofas de un poema homérico: la plenitud del joven héroe y la plenitud del toro primordial, un insólito acuerdo de dos complacencias: la de torear y la de embestir. Y un misterio: el arte del toreo convertido en epifanía.
Daniel Luque se llama el torero de Gerena que paró el tiempo. Y “Príncipe” se llamaba el toro del Parralejo que que entregó su bravura al arte. La sublime faena sucedió en la Maestranza de Sevilla, el 20 de abril de este año de gracia. Ni una palabra más.