El toreo no es un campeonato en el que el líder gana por puntos al resto de sus competidores. En el toreo hay resultados, pero estos evalúan los triunfos, no la supremacía. Por ejemplo, Madrid guarda la memoria de las verónicas de Rafael de Paula al toro de Salvador Domecq y su faena de muleta al toro de Martínez Benavides, pero desde entonces miles de orejas han pasado al limbo del olvido. Este año, la afición española aún continúa embriagada con el toreo de Morante, que ha cortado muchas orejas y no ha cortado más porque el gremio de presidentes, que no los públicos, merece un cero en tauromaquia. Pero Roca Rey ha cortado tantas orejas que el asombro producido ha ocultado la tremenda dimensión de su toreo.
Dos toreros marcan la deslumbrante temporada del año 22, el veterano Morante de la Puebla y el figura recién llegado, Andrés Roca Rey. Pero sería absurdo anteponer uno a otro. Los artistas no juegan partidos. A nadie se le ocurriría dar prioridad a Shakespeare sobre Cervantes, ni a la inversa. En tauromaquia, los aficionados hemos catalogado con justicia el arte de Morante porque lo tenemos asumido, catalogado desde hace años, pero el toreo asombroso de Roca Rey lo ha jerarquizado el público con esa inmediata lucidez que supera la lenta percepción del aficionado, más culto en tauromaquia aunque más lastrado de prejuicios. Y las orejas, tan justas, y su toreo cambiado, tan efusivo pero solo complementario, han opacado la excelencia de su toreo fundamental. Todos reconocen que Andrés es el actual líder de la Fiesta, tras Armillita antes de la guerra civil, Carlos Arruza en la postguerra, César Girón en la década prodigiosa, y Rincón al final del siglo XX, el americano con peso propio entre las figuras en la temporada española, como los cuatro mencionados, pero el primero a quien se reconoce como líder absoluto, aunque esta temporada la haya capitaneado ex aequo con el genio de La Puebla.
¿Cómo es el toreo de Roca Rey? Tiene tres cualidades primeras: se coloca en el sitio al que embisten los toros, los prestos a embestir y los que no quieren embestir, los nobles y fijos y los avisados y broncos. Y siempre va lento al toro, con prestancia de figura –me recuerda a Luis Miguel, pero sin orgullo displicente-, con un valor pausado y una entrega terminal, como si cada toro fuera su último toro, y siempre el cite trasvasa la línea roja de lo razonable para descubrirnos, cuando el toro entra en su jurisdicción, una razón irracional, superior a la lógica bostezante del toreo previsible, con la desnuda entrega del toreo verdadero, con toda la verdad puesta en el engaño, con la embestida prendida ya antes del embroque, ceñida a su cuerpo mientras la suerte se desliza con temple y se liga a compás.
Y el temple fue la clave, sobre todo en la segunda parte de la temporada. Era el temple de quien siempre tiene el toro en la mano, el temple del torero que se gusta y se ve torear, el temple de los jóvenes virtuosos del temple de la última hornada. Líder en España y en América, solo tiene en frente a Morante. Que es mucho Morante.