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LA EMPRESA – Puntualizaciones sobre el empresario

La libertad de comercio permite que el empresario de una plaza programe sus ferias como crea conveniente.

Dicha libertad está condicionada por las demandas del mercado. Luego su calidad empresarial dependerá de que sus actuaciones coincidan con los gustos de su clientela. O más aún, de que sea capaz de imponer los suyos a su público.

Por eso, en nada se parece la programación de una temporada taurina al calendario prestablecido de un campeonato deportivo. La razón: al torero, aunque sea un artista competitivo, no se le programa como a un desportista. La prueba: el triunfador de una temporada no tiene por qué ser el torero que más orejas ha cortado. La evidencia: el arte no se puede contabilizar.

El problema no empieza cuando la subjetividad del empresario no coincide con lo que piensa su clientela –los desacuerdos nunca son totales, se refieren a casos puntuales- sino cuando sus intereses, dependencias, arbitrariedades o prepotencia transgreden los valores de la Fiesta. Por ejemplo, si ignora los triunfos que toreros y ganaderos se han ganado en los ruedos, incluso en su propio ruedo. En ese momento da comienzo la defección de los aficionados. No de los cuatro que se autodenominan portavoces de la afición, sino del público, el que llena la plaza. Interpretarle es difícil, obedecerle ciegamente es peligroso, llevarle frontalmente la contraria es suicida. Por eso el empresario taurino es algo más que un gestor. Debe ser ambas cosas y, además, un aficionado inteligente. O sea, un intérprete sagaz de su mercado, lo que le exige reunir varios requisitos. A saber:

  • Conocer la idiosincrasia taurina de la ciudad donde está enclavada su plaza, ser un fiel intérprete de sus gustos e, incluso, anticiparse a ellos.
  • Haber conseguido de la propiedad de la plaza –pública o privada- un plazo de gestión superior al habitual, que permita cubrir los ciclos de inversión y rentabilización. (No los cortos ciclos de explotación propuestos por los actuales pliegos adjudicatarios, que impiden calidad a la programación de las ferias y deterioran la solidez de las empresas).
  • Poseer un sólido crédito taurino para equilibrar los intereses de los distintos toreros en la combinación de carteles.
  • Mantener una estrecha relación con los medios de comunicación, ya que el máximo problema de la Fiesta es la discriminación informativa que sufre por parte de dichos medios.
  • Ser creativo, capaz de sorprender a la afición con ofertas que la motiven y despierten su interés por la Fiesta.
  • Equiparar el rigor en la programación de ganaderías y toreros. Estos son los que llevan público a las plazas. Pero la calidad ganadera es la que fideliza la clientela taurina a medio y largo plazo.

Y de nada vale la réplica del empresario: obedezco a la taquilla. Incierto. Porque en la taquilla mandan muchas cosas. Las ferias consolidadas. O los toreros con imagen de marca a fuerza de años. Pero no los jóvenes con la hierba en la boca, a los que antaño sobredimensionaba su condición de “novedad”, un perdido valor añadido desde que los medios dieron la espalda a la Fiesta. Y desde que el periodista taurino no traduce el toreo a la gente común. O porque no se moja.

Sí, la deriva empezó con la marginación informativa de la tauromaquia, a la que se sumó la tergiversación mediática de las jerarquías de la Fiesta. Ambos condicionantes invisivilizan los triunfos y hechos de toreros y ganaderos, alejan a la sociedad del toreo y desconciertan la opinión de los aficionados. Nunca la empresa taurina fue tan libre –en precario, es cierto- como durante los últimos años, antes de que el coronavirus lo suspendiera todo. Pero la empresa taurina no ha hecho buen uso de su anémica libertad.

Gracias a la expulsión mediática de la tauromaquia, el empresario gestionó las programaciones a su albedrío, solo condicionado por cuatro o cinco toreros caros y con pocas ganas de competir. Es decir, su libertad era frágil. Le sirvió para cambiar cromos con otros colegas o para compensar las pérdidas generadas en corridas a plaza llena, con carísimas figuras, compensadas por otros carteles con toreros de baja cotización y ganado barato, sin garantías de embestir, rentables aunque parte del taquillaje se quedara sin vender. O sea, programaron ferias en las que los carteles baratos financiaban los carteles caros. Injusto. Desconcertante. Y peligroso, el público, no solo los aficionados, tiene un olfato finísimo. Pero nadie denunció porque descendía el número de espectadores. Los medios ya habían dado la espalda a la Fiesta.  

Así estaban las cosas cuando llegó la pandemia. Se habló entonces de crisis. Y ciertamente, el coronavirus la profundizó. Pero la caída venía de atrás, provocada por empresas atribuladas, malas usuarias de la respetable libertad de comercio. Y eran tan mediocres que la derrota les llegó, paradójicamente, cuando el escalafón de toreros presentaba un alto número de grandes valores –veteranos y jóvenes-, algo tan cierto como sorprendente para el común de una afición despistada por el ninguneo que sufre la tauromaquia, y cuya consecuencia más palmaria es que ni el toreo ni la bravura se saben jerarquizar porque los mandarines de la crítica reprimen su opinión o ya no se arrogan, como los atrevidos periodistas del pasado, ser los portavoces de la afición.

Pero las crisis tienen su parte positiva. Imponen la reflexión. Y hoy procede la siguiente: la tauromaquia exige equilibrio entre todas sus partes. Toreros buenos y toros bravos, los hay. Empresarios, menos, mucho menos. Aunque han aparecido gestores de nuevo cuño. Con ímpetu, y precisamente en tiempos de pandemia, cuando los de siempre se habían arrugado. Y hay algunos políticos dispuestos a defender la tauromaquia. De la derecha. Los de izquierda se han sometido, casi todos, al predominante animalismo subnormal. No importa, la Fiesta se debe auto regular. Y el momento es favorable, porque las crisis abren los ojos y ahora se presiente una reacción pro taurina, ni de derecha ni de izquierda, provocada por la simple gana de ver toros. Repito, la coyuntura que se avecina puede ser favorable. A condición de que el empresario haya tomado nota. O sea, que se sienta de nuevo intérprete de la afición y se libere de sus propias ataduras.

¿Aprovechará el sector taurino –empresarios, toreros, ganaderos, informadores- la previsible reactivación de la Fiesta cuando la pandemia amaine? Una cosa es el estimulante orden abierto de la tauromaquia, y otra el desorden arcaico en que se halla sumida: la mediocre cautela empresarial, su falta de ideas para romper el silencio que atenaza a la Fiesta, enfrentar a las figuras, estimular la variedad ganadera, despertar el interés informativo… Si Manolo Chopera levantara la cabeza. Crucemos los dedos. 

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