Editorial
EDITORIAL – Las Ventas: éxito taquillero, crisis de afición
por José Carlos Arévalo
Cuando se fundó la lidia, la nueva y última tauromaquia, nació el coro taurino. El coro, desde que lo inventaron los griegos, se diferencia del público en que participa de la acción, y se solidariza, advierte, incluso censura y acompaña a su héroe hasta el final. Es algo más que el público, sereno o apasionado, pero irremediablemente pasivo de los demás espectáculos. Y como público coral, el taurino es el que tiene más atribuciones: premia mediante una escala muy rigurosa de trofeos, también su reprobación abunda en matices que van desde la bronca al silencio. Y por supuesto, sentencia el resultado final de la corrida. Es el coro soberano, democrático por antonomasia.
El coro taurino puede mostrar actitudes dispersas cuando la lidia pierde su rumbo, gritos parciales o algunos pitos dispersos y por contra, silencio aprobatorio en compás de espera, incluso aplausos parciales, lo que en términos taurinos se denomina “división de opiniones”. Pero cuando emerge el toreo y brota el ole impremeditado, instantáneo y unánime, el coro taurino muestra su yo colectivo, absolutamente compenetrado con la verdad del toreo.
Pues bien, ese estado de comunión colectiva de los espectadores convertidos en un solo espectador se rompió el pasado 12 de octubre en la plaza de Las Ventas -no por primera vez, pero sí de la manera más vergonzante- en las faenas de Talavante al quinto toro y de Fonseca al sexto. En efecto, daba vergüenza formar parte de ese coro esquizofrénico, y, en mi caso, que desde niño me hice aficionado en esta plaza paradigmática, preso de una profunda decepción. A Las Ventas le nacieron hace tiempo unos cuantos hijos tontos, cerriles aficionados con ínfulas de catedráticos y talante de redentores. Se creen guardianes de las esencias y saben de toros menos que un esquimal de cante flamenco. Por ejemplo, protestan cuando el torero presenta la muleta, momento en el que siempre el toro debe estar en su sitio y el torero en el suyo, y con más ventaja si el cite es cruzado, pues el engaño debe citar al pitón contrario. Entonces, un muletazo de excelente trazo y templado viaje puede discurrir entre el ole de los aficionados y el silbido del cernícalo. Hace años, en la plaza de Madrid, cuando había más aficionados, menos público y casi ningún tontilisto, una faena como la de Talavante al quinto toro, inteligente, entregada y artística, habría sido premiada… tal vez con dos orejas. Y una faena tan heroica, tan catárquica como la de Fonseca al toro que cerró plaza, también. Si, sí, ya sé que sonará exagerado incluso para el aficionado cabal, pero yo tengo muy claro que mi memoria no me miente. Y tampoco recuerda un desprecio tan depravado ante dos faenas tan meritorias, impuestas a toros tan serios y tan armados, en absoluto vencido por una mayoría tan desconcertada y tan pasiva.
Pero peor que el torero lo tiene el toro. El 12 de octubre pisaron el ruedo de Las Ventas seis galanes con toda la barba, muy armados y astifinos, y se protestaron por la horda indocumentada como si fueran seis vaquillas desnutridas. Eso sí, indocumentada aunque a sabiendas de su injusticia. Cuando la horda reclamó a coro “¡toro, toro!” a la salida del sexto, un tío con casi seiscientos kilos y dos pitones como dos lanzas, vivimos el triunfo de la ceremonia de la confusión. Es cierto que el pequeño héroe mexicano puso la plaza en pie durante una de las faenas más dramáticas de las que hay recuerdo. Pero lo curioso y lo decepcionante fue que ese mismo público, que había solicitado la oreja, no concedida por un presidente que preside para la horda y no para la mayoría, tampoco tuvo ánimo para restablecer la perdida equidad de esta desnortada plaza y obligar al torero a que diera la vuelta al ruedo. Desde luego, no sabían que aquella premeditada algarabía no tenía que ver con el toro ni con el torero, sino contra la empresa que había prescindido está temporada del veedor que ha reseñado en los últimos tiempos el toro más grandullón, feo y cornalón, el exigido por el tendido 7. Así como la empresa, que lo ha restituido en su puesto, tampoco se entera de que la horda no tiene un pase. Y a las pruebas me remito.
En Las Ventas han tomado el poder los ultraintegristas. Y para ellos se ha seguido reseñando esta temporada no el toro reglamentario, con buenas hechuras y de buena reata, sino el que los acojonados equipos presidenciales estiman que acallará a la horda. En Las Ventas, el coro taurino ya no es bipolar como cuando empezó la deriva, sino cuatripolar. Está la mayoría silenciosa, a la que respeto por su afición y desprecio por su pasividad. Está la juventud discotequera, que va a los toros para después quedarse en las “discoterrazas” nocturnas, hoy el otro negocio de Las Ventas. Está el patriotero desubicado que se pasa la tarde dando vivas a España como si estuviera en un cuartel el día de la patrona. Y están los isidros, ayer discretos espectadores y hoy principales inquisidores tabernarios del coso.
Si la Comunidad de Madrid, propietaria del coso, y Plaza 1, la empresa taurina, no emprenden un plan taurino y cultural que prenda en la afición en vez de dedicarse al “taquillaje” discotequero, Las Ventas dejará de ser la primera plaza del mundo en menos que canta un gallo.