Editorial
EDITORIAL – EMILIO DE JUSTO, un torero contra el destino.
Un torero contra el destino
Por José Carlos Arévalo
Emilio de Justo, una vida torera ejemplar. Ya de niño quiso ser torero. Lo quiso en soledad, en Torrejoncillo, un pequeño pueblo de Cáceres sin tradición taurina. Pero la soledad es la compañera del héroe. Su silencio le permite soñar y pensar, retar al destino, enemigo caprichoso del hombre.
Suele aparecer como amigo. Al Emilio adolescente le presentó a un torero, a la sazón novillero, el francés Rafael Cañada, cuya madre es de Torrejoncillo, por lo que Rafael pasaba allí cortas temporadas. Se ilusionó con el chaval y le enseñó a manejar el capote, una capa que había pertenecido a César Rincón, la primera que tuvo en sus manos. Luego le regaló una muleta. Premonición: Francia marcaría su carrera: allí conoció a su compañera y allí despegó como matador. Pero todo eso llegó más tarde.
Antes, el destino dejó que Emilio se cuajara como novillero. El maletilla se profesionalizó, triunfó en los pueblos de Cáceres, Hervás, Navalmoral, Coria, el mismo Cáceres. Y en Las Ventas causó, sin arrollar, buena impresión. Luego vino su alternativa cacereña y la confirmación en Madrid. Pero la espada le mostró la otra cara del destino, después de una buena faena pinchó y pinchó y se dejó vivo aquel toro de Los Bayones. Fue la espada, siempre la espada del destino.
Y llegó el ostracismo, la callada soledad, la rebeldía de la voluntad. Y también un resquicio de luz en la oscuridad de la noche: el amigo, el consejo, la mano tendida, la de Guerrita chico, torero colombiano. No te rindas, tu eres torero, vente conmigo a Colombia, toearás en pequeñas plazas de pueblos perdidos, y te sentirás torero. Ya verás como a pesar de todo serás torero. Y Emilio toreó por el altiplano colombiano y alguna vez que otra en los Andes del Perú. Y volvió.
La empresa de Madrid le ofreció la revancha. Pero, lógico, agosto, una corrida dura, todo a una carta. Y le funcionó la cabeza. Eligió Francia, donde un aficionado organizaba una corrida en Orthez y le ofrecía un puesto. Abrió la Puerta Grande. Entonces, otro matador francés, ya retirado, Luisito, que creyó en lo que había visto, lo colocó en Mont-de-Marsan. Y abrió la Puerta Grande. Y después enseñoreó todas las plazas del Suroeste y al año siguiente las del Sureste. Y volvió a pensar en España, donde Alberto García, su actual apoderado, le puso en sus plazas. Y arrolló.
Y entonces, sí. Ya, sí, Madrid otra vez, la plaza del ser o no ser. Y la espada del destino (por cierto, una espada innovada de Sales) esta vez jugó a su favor, le abrió la Puerta Grande de Madrid en una Feria de Otoño decisiva para el torero extremeño.
Y se abrieron las plazas de España. Toreó poco, como todos los toreros durante la Pandemia, pero triunfó siempre. En carteles estelares, la afición descubrió a un torero de corte joselitista, con cierto toque sureño, en la onda agitanada del algunos toreros castellanos, el trazo muy esculpido pero a punto de impregnarse de aires vazqueños (de Curro)… si lograba embriagar su torerísimo trazo. Y mientras tanto triunfaba clamorosamente en Sevilla, en Madrid, en todas partes. El año 21 se proclamó figura del toreo. Y en el 22, exactamente el domingo 10 de abril, los que seguíamos su evolución artística imaginábamos su bello toreo cincelado, además armonizado por un pincel deslizante y la embriaguez despierta que le pediría el toro de Victorino, el ganaderó que siempre le ayudó. Y en efecto, le había reservado a “Platero”, cinqueño de pasitos cortos, cara humillada, fijeza imantada, lentitud acompasada, el saltillo que consagra para siempre únicamente al buen torero. Pero Emilio no lo pudo torear, como tampoco la bravura encendida y enclasada del toro de Victoriano, ni la seria nobleza del Parladé, ni tuvo la oportunidad de descubrir el resorte secreto de ese toro difícil de Domingo Hernández que se convierte en toro de triunfo, ni de imponerse al genio del Palha. No pudo porque esta vez la espada del destino volvió a jugar en su contra. Eso sí, después de cuajar con torería impresionante al de Pallarés hasta dejarlo vacío de bravura. Le cortó una oreja que valió por dos. Un trofeo que no podrá capitalizar este año. Mas para Emilio de Justo, su batalla contra el destino no ha terminado. Los grandes toreros, y Emilio es un torero grande, siempre lo vencen.
La vida del torero no tiene parangón. Es la vida del héroe, del artista que compromete siempre su vida con su obra. Del creador generoso que la ofrece para iluminar un instante sublime. Para poner luz a la embestida del bravo, para convertir en obra de arte su fascinadora bravura. Para quedarse después con las manos vacías, huérfano de su obra. Dicen que torear es hacer la suerte. Una victoria del hacer sobre el azar, de la voluntad sobre el destino. Una respuesta de la inspiración humana a la brava violencia de la naturaleza. Un arte arcano y milagrosamente vivo. La plaza de Madrid lo sintió hasta sus entrañas el domingo pasado en el primero de la tarde, cuando Emilio cerraba su primera y única faena con pases de trinchera y de la firma que incendiaron el graderío antes de que el toro casi lo matará al comenzar la tarde.
No entiendo por qué la corrida de toros, el arte y la vida al borde del abismo, la pasión y la sensibilidad de los fuertes, la adicción a la situación límite, la admiración por el arte creado al borde del abismo, el respeto al misterio del toro, sufre ahora el estigma de los misántropos, el envalentonamiento de los mediocres, el regocijo crítico de los cultitos, la superficial inquisición de los puritanos y el silencio cómplice de los medios. ¡Qué clamorosa respuesta les dio Emilio en un solo toro!
Ahora que el torero está solo, postrado, con su voluntad en lucha contra el dolor y el destino, los aficionados, todos los aficionados, debemos estar a su lado, solidarios con su lucha solitaria. Y darle fuerzas para que su voluntad venza una vez más al toro del destino. ¡Inundad las Redes que lo censuraron con alevosía y solidarizaos con el héroe postrado!