Editorial
EDITORIAL – México: diputados zombis contra los toros
Un nuevo ataque a la tauromaquia se plantea hoy en la Cámara de Diputados de México, propuesto por varias diputadas y un diputado, todos del PRI y una del partido verde. El largo alegato que presentan es infumable, argumenta largamente el reconocimiento al derecho de los animales por organismos internacionales como la ONU y la UNESCO, para luego decir de pasada en una línea que no están reconocidos. Las últimas investigaciones biológicas sobre el toro de lidia llevadas a cabo por científicos españoles son manipuladas en sus conclusiones. Pero no importa, en las redes preponderan las noticias falsas y en los parlamentos el analfabetismo más ramplón. Vivimos un tiempo raro, en el que se responde al relato de los zombis. El texto que sigue no está escrito para zombis. Está escrito para aficionados, para humanos vivos.
Y ahora, un mensaje a los diputados antitaurinos mexicanos. México es el 8º país del mundo en producción de carne bovina. ¿A que no se atreven a pedir el cierre de este sector industrial? Así que zombis pero prudentitos.
Ética de la lidia y muerte del toro
La Lidia no es un juego moderno ni antiguo. Derivado de la caza, data de los orígenes. De lo primero que hizo el hombre para subsistir. De lo que la vida subsiste, de alimentarse de sí misma.
Por eso, la tauromaquia podría ser el primer juego de la humanidad: el descubrimiento de que lo necesario es bello. No basta con cazar, hay que cazar bonito. De modo que jugar sea darse cuenta, la celebración de lo bien hecho. Algo que amerita al que juega y que merece la pena verse.
Pero la tauromaquia plantea un problema ético imputable a lo que tiene de juego. Si la depredación se legitima por necesaria, ¿cómo legitimar la gratuidad del juego? La corrida de toros contesta a esta pregunta con una inatacable narrativa ética y psíquica, basada en un sola premisa: que el matador se juega la vida al matar.
No hay un solo sacrificio animal, presente o pasado, productivo o sagrado, salvo el ya inexistente “juicio de Dios”, que exija al matarife, al sacerdote o al verdugo jugarse la vida. Únicamente en la lidia es preceptivo que el torero se la juegue para ejecutar cualquier suerte, sobre todo para hacer la suerte suprema, la de matar al toro. Un acto, el postrero, que otorga a quien lo ejecuta la condición de héroe. De ahí que taurinamente la palabra matador sea más un título que un nombre. Designa al torero con derecho de muerte, al héroe que para sacrificar al toro debe, preceptivamente, jugarse la vida.
Muerte, sacrificio, necesidad, gratuidad, drama, tal vez tragedia, todos esos significados subyacen a la corrida de toros. Y sin embargo la corrida es fiesta, luz, derroche, entrega, belleza y vida, sobre todo vida. ¿Por qué? Porque la tauromaquia se basa en una ley suprema, primordial, natural, tal vez la primera ley de la humanidad, tan antigua que nunca fue escrita. La podríamos denominar Ley de Solidaridad Específica, una ley inquebrantable, salvo por la manifiesta maldad de algún individuo, que constata –no es necesario que ordene- la identificación del hombre, o de los hombres grupalmente solidarizados, con su semejante en peligro. ¿Y qué es la corrida sino la escenificación de la situación “toro agresivo = hombre en peligro”, toro y hombre encerrados en un círculo del que ninguno puede huir, impelidos a enfrentarse, uno para entregar el misterio de su bravura hasta el final, el otro para dominar su letal amenaza con la fuerza de la razón y la sensibilidad del arte?
La situación límite no solo da vida a la Ley de solidaridad de la especie humana con su semejante en peligro, sino que impone a la lidia una sorprendente permuta entre sus actores. El victimario (el torero) adopta el papel de la víctima, y la víctima (el toro) se convierte en el victimario. En efecto, desde que sale por el toril, el toro es el emisor de la violencia, un mensajero de muerte, y el torero, su receptor, tanto que es imposible torear sin asumir la violencia del toro, dejando que ésta llegue hasta el límite donde empieza el toreo o la cogida.
En la graduación de ese acto potencialmente letal que es la embestida del toro radica la ética del toreo, pues la lidia ordena con exacto rigor que la situación “embestida = hombre en peligro” no se desequilibre desde que el toro sale al ruedo hasta que muere. Es más, a medida que el toreo va atemperando la embestida del toro, las suertes se van haciendo más comprometidas, más peligrosas, de manera que la identificación solidaria del espectador de la lidia con el hombre en peligro (el torero) no se quiebre nunca, siendo la última suerte, la de matar, la más peligrosa de todas. No hay ningún sacrificio animal (al menos conocido) como el de la tauromaquia, que exige preceptivamente al matador jugarse la vida para matar al toro.
El psiquismo de la corrida se funda en este principio ético: solo se puede torear si se acepta la peligrosa embestida del toro, solo se puede matar al toro si el matador se juega la vida al hacerlo. El silencio que precede y acompaña a la ejecución de la suerte suprema en todas las plazas del orbe taurino, en las más serias y en las más festivas, enmarca el pathos letal que envuelve la solidaridad sobrecogida de los espectadores con el matador, quien no sacrifica al toro de cualquier manera, sino atacándolo de frente, volcándose sobre sus cuernos y al cruzarse con ellos perdiéndolos de vista, dejando que, a ciegas, la mano izquierda que sostiene la muleta desvíe la cornada, mientras que con la vista fija en el morrillo del toro, la mano derecha hunde la espada.
La muerte del toro es catárquica porque libera al matador y al coro de la violencia letal del toro. Es ecológica porque mantiene el equilibrio demográfico de la ganadería y garantiza la pervivencia de un hábitat animal paradigmático y del ecosistema del toro de lidia. Y es ética porque superpone a la productividad de su carne un ritual cuyo psiquismo impide la complacencia en su sacrificio: ni el matador que es sujeto receptor de su violencia, ni el grupo humano que con él se solidariza pueden sentir miedo y crueldad al mismo tiempo. Al toro se se le torea y mata de acuerdo con unas leyes éticas insoslayables.
Solo entre enero y agosto del año 2022 se han faenado en España 8.543.089 cabezas de ganado bovino, mientras que las sacrificadas en fiestas de toros no alcanzan la cifra de 20 mil. Unas son sacrificadas industrialmente, de espaldas al público, y otras en público, con riesgo para quienes las torean. Unas van destinadas al consumo de carne, otras al toreo y al consumo de carne. Unas no se cuestionan, porque las ampara la razón productiva, otras se cuestionan y están en peligro de extinción, porque no las ampara la razón productiva. Unas, las mansas sacrificadas en mataderos industriales, cumplen las disposiciones europeas sobre el sacrificio animal, otras, las bravas, lidiadas en plaza o jugadas en calle, disponen de un mecanismo neuronal mucho más eficaz que la sedación en matadero. A unas la razón productiva protege su muerte indigna, a otras su insuficiente razón productiva no protege su muerte digna.
El problema actual de las corridas de toros es que la gente, o mucha gente, ya no ve lo evidente. Son la transversal horda zombi, que ve lo que le dicen que vea. Son esclavos del algoritmo animalista.
Conclusión: defender las corridas es una cuestión de principios. Éticos.
José Carlos Arévalo.