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EL GANADERO – A propósito de Daniel Ruiz, la bravura
por José Carlos Arévalo
No se callaba, decía siempre lo que pensaba. Era un torbellino. Imparable, indomable, fiel a sí mismo. Cuando se topaba con alguien que no le gustaba, silencio, cara de funeral. Cuando le caías bien, aunque no le trataras ni tuvieras amistad con él, efusión, torrente de palabras. Me encontré con Daniel Ruiz en Illescas, al salir de la plaza donde acababa de lidiar. Nos saludamos con alegría, como si fuéramos grandes amigos y nos viéramos a menudo. Y hablamos de su corrida. Y le dije la verdad: bravura total y debilidad total.
La bravura es fijeza, atacar al reto del cite sin que ninguna otra cosa disuada la embestida. La bravura es prontitud, respuesta al cite sin que el más mínimo temor retenga la embestida. La bravura es la viveza connatural a la casta, un ímpetu superior a la fuerza que infunde emoción a la embestida. Pero si la bravura es una condición genética, debe contar obligatoriamente con el soporte del vigor. Y este depende del manejo -nutrición, saneamiento, preparación- que permite al toro expresarla sin la menor límites.
¿Qué factores pueden modificar el equilibrio entre lo que el toro es y las prestaciones que puede dar? Varios y de muy diversa naturaleza. Uno de ellos, imputable al ganadero. Su culto a la clase, esa cadencia atemperada que ofrece el toro sin necesidad que la procure su pelea en varas ni el temple del torero. O sea, que la ofrezca el toro sin mediación alguna de su lidia, lo que por supuesto tranquiliza al torero y facilita el desenvolvimiento de la ganadería en el complejo mercado de la Fiesta. Otro factor negativo es la imposición de una romana antinatural, que proporciona al animal un trapío falso, aparente, absurdo handicap paradójicamente exigido por el aficionado, que merma las facultades del toro, lo que el ganadero manchego nunca consintió.
La ganadería de Daniel Ruiz ha conseguido lo más difícil, la bravura absoluta, la que ofrece una selección genética magistral; ha mantenido con firmeza la fidelidad fenotípica a un encaste respetando su morfología, lo que impidió a su ganadería situarse en esa élite a la que solo acceden las que triunfan en las plazas de 1ª categoría. Y no ha cedido en su culto a la clase, respetable y similar a la fidelidad del torero artista con su arte, condición que lo hace torear mejor que los demás pero a menos toros que los demás. Como quiera que sea, los toros de don Daniel eran muy regulares en su bravura enclasada e irregulares en sus prestaciones físicas. Repito, era como ganadero lo que el torero de arte es al toreo.
A mi, su tozudez me caía bien. El torismo y el torerismo le traían al fresco. Era fiel a su idea del toro y le confortaba que los toreros, los verdaderos catadores de la bravura, estuvieran de su lado. El toro bravo, fijo, de embestida humillada, entregada y repetida, le provocaba una torrencial emoción que no podía reprimir ni el habano que mordía durante la lidia. Daniel Ruiz era una de esos personajes geniales, de personalidad avasalladora, que suele regalarnos el mundo de los toros.
Daniel Ruiz, gran ganadero, murió a los 76 años y era un hombre joven, muy joven. Descanse en paz y que su hijo mantenga la superbravura seleccionada por su padre y la complemente con el vigor que hará de ella un hierro insustituible en todas las plazas. Dicho esto, digo también: hay ganaderos que crían y ganaderos que crean. Daniel Ruiz era uno de estos.