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EL TOREO – De la inspiración (Morante) al trazo (Urdiales)
Por José Carlos Arévalo
La inspiración
¿Se puede encasillar a Morante? Su tarde de Zaragoza plantea la pregunta y nos hace otras preguntas. ¿Es artista o lidiador, valiente o técnico, inspirado o largo de repertorio? Pero la respuesta es fácil: Morante es todas esas cosas.
A Morante, en Zaragoza, le tocó un toro enfermo que no se podía torear y lo mató. Y le tocó otro medio qué y se lo inventó. La brava intención del “juanpedro” carecía de soporte físico. Los genes eran bravos y su debilidad, medioambiental. O sea, buena casta mal alimentada o un problema sanitario no detectado. Una dicotomía entre el ser y el poder que, al menos en los dos primeros tercios, anunciaba lo peor. Pero a Morante le gustó este toro incongruente. Ya en varas se divirtió llevándolo al caballo por chicuelinas al paso con el capote medio plegado (creo recordar), luego lo bregó, antes de banderillas, como si lo auscultara, y con la muleta estimuló su galope y le dio confianza mediante ayudados por alto (sin embargo, muy toreados). El toro se vino arriba de ánimo pero no de fuerza y Morante lo toreó de cabo a rabo a media altura (mando y pulso) por redondos y naturales. Y tan exacta era su colocación, tan calibrado su temple que el genio de La Puebla lo curó de su invalidez en un redondo que se convirtió en circular que se ligó a un inmenso derechazo que se ligó a otro inmenso derechazo que liberó al exprimido toro de tanta exigencia mediante un glorioso pase de pecho. Y así se hizo la faena, inspirada por los déficits del animal y por su superávit de bravura, cimentada en una técnica prodigiosa dicha con un arte insoportable, pespunteadas sus series de muletazos con adornos sorprendentes. Fue el toreo de muleta más imprevisible y menos gratuito, era la faena abierta por excelencia, lúcida porque no adivinaba las embestidas sino que las creaba, valiente porque se las pasaba muy cerca, poderosa porque el toro hizo siempre lo que el torero quería, y artística, con un arte indecible en el hacer y el estar. Y como siempre sucede con el arte verdadero, prendió de tal manera en el público que la plaza entera se metió dentro del torero y del toro, y mediado el trasteo todos eran sabios, todos eran toreros, todos estaban toreando. Mató Morante con verdad y le dieron una cicatera oreja. Absurdo premio. Una obra de arte no se puede pagar con una propinilla.
El trazo
El trazo del toreo que hace Diego Urdiales es único. A veces me recuerda la cadencia natural de Antonio Bienvenida. A veces, el temple enclasado de algunos toreros sevillanos descolgados de la memoria taurina, Jiménez Torres, Antonio Codeseda, Manolo Cortés, Fernando Cepeda. A veces, el aire de un Andrés Vázquez más suave. A veces, el trazo elegante de Guillermo Capetillo, aunque más cincelado y más largo. Pero no, lo dicho son referentes que tratan de corregir mi incapacidad para traducir a palabras el arte del maestro riojano. Ya daré con la tecla.
Su segundo toro –su primero era un incapacitado como todos sus hermanos- saltó al ruedo después del lío morantista y, como es lógico, Urdiales salió a por todas. Pero lo que no se esperaba es que el quinto de la tarde saliera embistiendo como un vendaval. Por eso, las verónicas de Diego tuvieron un gran mérito. No solo acogieron y dominaron las desbordantes embestidas con una perfección absoluta sino que tuvieron un diseño propio del toreo a toro bien picado: la embestida fijada desde el cite en la bamba del capote, el embroque como un chispazo que prende el ole, el vuelo largo con la suerte cargada hasta el final del lance, y un paso ganado para el siguiente lance, y armonía en el doble juego de la mano que sujeta y la mano que torea, y compás de péndulo entre lance y lance, y la acometida transformada en embestida por obra y arte del toreo. De fábula.
Aunque más enfibrado que sus hermanos y con mayor trapío, no era fácil de torear. También padecía un cierto desequilibrio entre ímpetu y fortaleza que desajustaba sus embestidas y su ritmo, lo que no corrigió el montado porque apenas lo picó. Atemperarlo, acoplar sus embestidas iba a requerir un mando basado más en la destreza que en el poderío. ¿Cómo lo logró Urdiales? Sinceramente, soy incapaz de explicarlo. Solo puedo levantar acta de un toreo magistral, sobre todo por el pitón derecho. Nadie podía imaginar un toreo tan hondo y tan templado a un toro tan entero y tan poco picado. Fueron, créanme, los mejores redondos de la temporada: la cabeza del toro imantada en el centro de la muleta desde el cite al embroque, y luego lentamente entregada a los vuelos hasta el remate por un virtuoso juego de muñeca. ¡Qué pureza, qué hondura, qué manera de torear! La plaza los vio en pie. Y, obviamente, a Urdiales le dieron una mísera oreja. Los presidentes se han empeñado que las orejas ya no sirvan para premiar el toreo.