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HISTORIA – En Madrid murió Granero…
Por Santi Ortiz
Por el firmamento del toreo, aparecen en ocasiones estrellas fugaces que en su corta existencia son capaces de iluminar como pocas todo el orbe taurino para dejar sus nombres instalados en los anales de la inmortalidad. Uno de estos astros fue Manuel Granero, al que bastaron menos de veinte meses como matador de alternativa para lograr que una gran mayoría de aficionados viera en él el máximo aspirante a ocupar el puesto que había dejado vacante Joselito. Su muerte, temprana como pocas, lo frustró.
Manuel Granero Valls había nacido el 4 de abril de 1902, en el barrio del Pilar de la Ciudad del Turia –según unos, en el número 1 de la calle de San Antonio; según otros, en el 35 de la calle del Triador–, en el seno de una familia modesta, que no sufría apuros económicos. Compartía sus estudios de bachillerato con los de música, donde se reveló como un precoz violinista, capaz de interpretar con su arco piezas de Mozart, Beethoven, Granados, Chapí y Vives. Sin embargo, tal vez cautivado por el clima taurino que polarizaba España con el pugilato sostenido por José y Juan –en particular, Valencia, epicentro del primer terremoto belmontino–, se sintió presa del gusanillo de los toros y con doce años, para consternación y disgusto de su familia, se tiró de espontáneo en una becerrada organizada por el gremio de peluqueros.
Su tío Paco Juliá, que después sería el primer granerista y su representante hasta el fin de su carrera, le hizo prometer por escrito que se olvidaría de los toros y seguiría con sus estudios y su música. No obstante, pronto incumplió el mozuelo su promesa, pues relegó a un segundo plano el arco y el violín, para poner todas sus ilusiones en el deseo de ser torero. Poco a poco, fue convenciendo a su tío, quien al final, vencido por la terquedad del muchacho, cedió en su oposición y decidió ayudarle en lo que pudiera. De este modo, Granero vio por primera vez su nombre anunciado en un cartel taurino: el de la becerrada que organizaba en Valencia la revista local Sobaquillo.
Como al chaval le sonriera el éxito en este debut, tío y sobrino parten en invierno para Salamanca, donde la familia Pérez Tabernero, a instancias de un comerciante amigo llamado Pedro Sánchez –que más tarde se convertirá en el único apoderado que tuvo Granero–, lo invita para que se entrene con las becerras de la casa. En estas tierras charras, Granero entablará conocimiento y amistad con sus futuros compañeros de cartel Juan Luis de la Rosa, Chicuelo y Eladio Amorós, con quienes alternaría, una vez comenzada la temporada de 1917, en numerosas becerradas. Sin embargo, pronto los caminos de estos aspirantes divergen, pues, mientras La Rosa y Chicuelo llegan a tomar la alternativa el 28 de septiembre de 1919, en Sevilla –el primero, en la Monumental, y el otro, en La Maestranza–, Granero terminará ese año toreando todavía sin picadores.
Este estancamiento se verá drásticamente superado en la siguiente temporada, en la que el valenciano pone el turbo en materia taurina: debuta con caballos –4 de abril en la Monumental de Barcelona–, torea 31 novilladas triunfando prácticamente en todas ellas, incluidas las de su presentación y repetición en Madrid, y toma la alternativa el 28 de septiembre en La Maestranza, de manos de Rafael el Gallo, una vez que Juan Belmonte –el padrino previsto– tuviera que cortar su campaña a causa del percance sufrido en Murcia veinte días antes. Así que en tan sólo un año –aquel nefasto 1920 en que la muerte citaba a Joselito en Talavera–, Granero pasa de becerrista a matador de toros. Todo un record y más en aquellos tiempos.
El día de su doctorado, Granero, siempre generoso, no tuvo reparos en ejercer de padrino de un hijo del fotógrafo taurino Serrano, amigo del torero y de su fiel mozo de estoques Joaquín Sanchís, Finezas. Mañana de bautizo, tarde de ceremonia. Si el primero se celebró en San Lorenzo ante la imagen del Gran Poder, en la vespertina, sería en presencia de Chicuelo, que el Divino Calvo cedería a Manolete –de negro y oro– el conchaysierra “Doradito”, número 54, sardo, caído de pitones, grande y de mucha romana. Será el primero de los dieciséis toros que caerán bajo el acero de su estoque en las ocho corridas que toreará ese año.
Aquel muchacho pálido, modesto, pernilargo, de una indefinible tristeza en sus pastueños ojos, rozaría en la siguiente temporada –la única que torearía completa– la cumbre del toreo, para acabar liderando el escalafón con 94 corridas toreadas, de las cuales en 42 alternó con Belmonte, 32 con Chicuelo, 19 con Varelito y 18 con Sánchez Mejías. Confirmó alternativa el 22 de abril, con el berrendo en negro y de Salas, “Pastoso”, cedido por Chicuelo tras apretón de manos, en tarde gloriosa para el neófito, que comenzó triunfando antes de torear poniendo la reventa por las nubes. Luego, lo hizo en la arena, con capa y banderillas –cuatro pares a cada toro– y, particularmente, con la valiente y afiligranada faena de muleta a “Mexicano”, remiendo de Moreno Santamaría que cerró corrida tras devolverse el sexto. Sin embargo, sería fechas más tarde –17 de mayo– cuando obtendría su mejor actuación en Madrid tras cortar la oreja del santacoloma “Rondeño” y formar un auténtico alboroto con “Malacara”, último de la suelta, en el que puso de acuerdo a crítica y afición con el mejor toreo con la mano diestra visto hasta entonces en el coso de la carretera de Aragón. En su crónica, apuntaba Corrochano: “con la muleta en la mano derecha yo no he visto a nadie torear tan maravillosamente como toreó Granero. Aquellos pases, con los pies juntos, clavados en el suelo, iniciados y rematados sin mover más que el brazo de la muleta, nunca los vi tan perfectos, tan gallardos, tan majestuosos.” Esa tarde, el diestro valenciano se revela como un torero excepcional, pletórico de dominio y arte, cuyos palpables adelantos justifican los ruidosos éxitos que obtiene de corrida en corrida; triunfos que lo van encumbrando de modo vertiginoso.
Otro hito de su memorable campaña lo marca la feria de julio de Valencia, donde toreó las seis corridas continuadas del ciclo, matando toros de Pérez de la Concha, Carmen de Federico, Santa Coloma, Miura, Pablo Romero y Concha y Sierra. Tres salidas en hombros testifican su buen paso por la feria: cortó oreja en la de Carmen de Federico, y obtuvo dos éxitos apoteósicos: con un miura, al que cortó el rabo, y en la tarde de Concha y Sierra, saldada con otro rabo y tres orejas, pese a que sus paisanos le estuvieron regateando el pan y la sal durante buena parte de la corrida. A este respecto, afirmaba Chopeti, en su crónica de El Toreo: “Granero ha demostrado a sus paisanos quién es a costa de jugarse el pellejo y derrochar arte cada tarde, y si yo fuera Granero, dejaría, por lo menos en algún tiempo, de pisar el redondel de mi tierra, para escarmiento de imbéciles y malvados.” Al parecer, con Granero también se cumplía el dicho de que “nadie es profeta en su tierra”.
Sin embargo, algo debió de pasar de julio a octubre, cuando en su retorno al ruedo valenciano, anunciándose en solitario para matar una corrida de Albaserrada –a beneficio de su tío Paco Juliá–, en una evidente emulación de Joselito, quien, en sus primeros años de alternativa, gustaba de terminar sus campañas encerrándose con seis toros en Valencia, el propio Chopeti se desdice de lo anteriormente señalado, escribiendo en su crónica de este festejo: “Contento y entusiasmado está el público de ésta con su torero, y contento y entusiasmado debe de estar éste también de sus paisanos.
“Granero, con su arte y su valor, ha logrado cosa rara en Valencia: ser profeta en su tierra, y éste pone de su parte todo lo que puede y más para aumentar la admiración de su público.”
Al parecer, las lanzas se volvieron cañas, y, desde luego, era cierto que Granero estaba poniendo todo de su parte para atraerse el cariño y admiración del público paisano. Lo demostró en esa ocasión, ya antes de hacer el paseíllo, pues torear los días anteriores tres corridas seguidas en Zaragoza –la última de Miura–, coger el tren, llegar a Valencia a la una, y a las tres y media encerrarse con seis toros, es un esfuerzo que habla de cómo el torero era capaz de darlo todo por su querida Valencia. Y lo siguió dando durante la hora y treinta y cinco minutos que duró la corrida, haciendo las delicias de una plaza abarrotada, que engrosó la estadística del diestro sumando a su palmarés cuatro orejas y un rabo. Catorce días más tarde –30 de octubre– cerraría su campaña con un nuevo paseíllo en su tierra; esta vez, desinteresadamente, como el resto de actuantes, a beneficio de la madre del desgraciado banderillero Morenito de Valencia, fallecido a consecuencia de la herida que le produjera un toro de Miura en agosto del año anterior. Toreó mano a mano con Varelito, y con Llapisera, que, ese día, cambió el frac de torero bufo, por la seda y oro de torero serio, debutando como novillero.
Así llegamos a 1922, con el nombre de Granero sonando en todas las combinaciones, incluido el abono de Madrid. Esta temporada la comenzó Manolo como acabó la anterior: mostrando la moneda altruista de su corazón solidario, pues el 12 y 19 de febrero, haría el paseíllo en el cordobés coso de Los Tejares en dos festivales benéficos: en socorro de los damnificados por el accidente ferroviario de “Los Pradillos”, el primero, y a beneficio del banderillero Cantimplas, el segundo. Su primer traje de luces se lo puso ese año el 5 de marzo en Valencia, plaza en la que actuaría en cuatro ocasiones, resultando herido en un brazo en la tercera de ellas al entrar a matar un toro de Guadalest, el mismo día que Chicuelo dio a luz su chicuelina. Este percance hizo que sólo pudiera hacer el paseíllo tres tardes en la Feria de Sevilla, que sumados a los dos de Barcelona y de Bilbao y al de la Magdalena, en Castellón, componen las doce corridas que prologaron la fatídica tarde de Madrid.
Al parecer, ese 7 de mayo, Manolo Granero debía haber actuado en Valencia, pero un desencuentro con la empresa del coso de la calle Xátiva hizo que la corrida no llegara a ajustarse, lo que aprovechó el empresario de Madrid para incluirlo en el propuesto cartel de la confirmación de alternativa de Marcial Lalanda. Iba a ser ésta la primera corrida que ese año toreara Granero en Madrid, pues de las tres celebradas antes en la Villa y Corte, dos tuvieron lugar durante la convalecencia de su cornada de Valencia, y la tercera coincidió en fecha con la última que el valenciano toreó en su tierra. El cartel quedó rematado con Juan Luis de la Rosa como padrino de ceremonia, mientras que los astados reseñados para la misma, tres pertenecían a la vacada de Veragua y otros tres a la de Albaserrada, entonces propiedad de José Bueno.
Como cada vez que toreaba en Madrid desde sus tiempos de novillero, Granero se quedó en casa de su íntimo amigo el poeta y periodista Manuel Domingo, Rienzi, sita en el número 18 de la calle del Buen Suceso. Allí tenía una habitación para él y en ella se vestía de torero cada vez que actuaba en la plaza de la carretera de Aragón. La víspera de la corrida, ambos camaradas estuvieron de campo por San Fernando del Jarama y, acompañados por dos chicas del Eslava, amigas del torero, almorzaron en el hotel jardín que tenía allí Cocherito de Bilbao. Al regreso, Manolo fue al cine, y, después de cenar, junto a Finezas y su amigo Manuel, se fueron al teatro Maravillas a ver una actuación del humorista Ramper. Sobre la una de la madrugada, volvieron andando a casa mientras el torero y Finezas no dejaban de jugar al boxeo. “Tú eres Carpentier –le decía Manolo a su mozo de espadas– y yo, Demsey”, recordando a todas luces el célebre combate disputado por ambos púgiles en julio del año anterior por la corona de los pesos pesados.
El día de la corrida, Granero comió a la una y Finezas comenzó a vestirlo más temprano que otras veces, pues habían acordado pasar por el estudio del fotógrafo Kaulak para hacerse unos retratos antes de ir a la plaza. A las cuatro menos veinte –la corrida comenzaba a las cuatro–, un Granero impaciente por llegar al patio de cuadrillas abandonaba el estudio fotográfico. Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, el automóvil que los llevaba hubo de parar por un fallo del motor, lo que propició que uno de los transeúntes que por allí pasaban le dijera: “¡Mal empiezas, Granero!” Solucionada la avería, llegaron por fin a la plaza.
La tarde era radiante. Había animación, entusiasmo. El coso, abarrotado, y la reventa, feliz después de haber acabado las existencias al precio que quiso, pues fuera quedaron personas para llenar otra plaza. En contra de Marcial y La Rosa, que echaron por delante los toros de Veragua, Granero lidió en primer lugar el burel del marqués. Con él obtendría el último triunfo de su vida y, tras cuajarlo, su última vuelta al ruedo.
Cuando clarines y timbales anunciaron la salida del quinto, Juan Luis de la Rosa había pasado a la enfermería por haberse resentido del percance sufrido cuatro días antes en Bilbao y no había ocurrido nada destacable a excepción de la faena ya apuntada de Granero. El toro, con el hierro ducal de Veragua, atendía por “Pocapena”, cárdeno oscuro, bragado y bien puesto de pitones. No permitió al valenciano lucirse con la capa, pues, pegajoso y brusco, se acostaba mucho por el pitón derecho, mostrando además cierta querencia hacia los tableros. Derribando en los cuatro, tomó dos puyazos de Barana y otros tantos de Camero con más poder que bravura y llegó al segundo tercio mansurrón, incierto y bronco, por lo que Granero rechazó banderillearlo, dejando que Alpargaterito y Rodas le pusieran los tres pares reglamentarios.
Anunciaron los clarines el inicio del último tercio con “Pocapena” muy cerrado en tablas a la altura del tendido 2. Granero, vestido de azul marino y oro, con un traje que había estrenado aquel año en Barcelona y, cuya segunda puesta, en Sevilla, fue el día de la mortal cogida de Varelito, lo citó para un ayudado por alto con los pies juntos; o sea, lo que hoy llamaríamos estatuario. Sin embargo, a un toro que por su condición pedía darle los adentros o torearlo en los medios, el diestro valenciano le dio en el tercio el terreno natural para pasarlo por el pitón derecho, que era por donde se acostaba el toro. Se arrancó éste con fuerza, pero al llegar a la altura del torero se venció empuntando a Manolo por el muslo derecho, para campanearlo y volverlo a recoger antes de que llegara al suelo, arrojándolo a favor de querencia. Hizo el de Veragua de nuevo por él y lo fue empujando hasta meterlo debajo del estribo, donde siguió corneándole con saña y, en un fatal derrote, le reventó la cabeza contra las tablas.
La primera percepción del público fue que, mientras Marcial y dos o tres peones se precipitaban sobre el toro pretendiendo alejarle de su presa, un monosabio hacía un gesto de espanto y Blanquet, aquel extraordinario banderillero que también lo fuera de Joselito, se quedaba petrificado tapándose el rostro con las manos como llorando o no queriendo ver. Cuando, alejado el toro, las asistencias alzaron el cuerpo del infortunado torero para llevarlo a la enfermería, un grito horrorizado conmovió la plaza al ver el rostro horriblemente desfigurado de Granero –rojinegro de sangre y arena, del que pendía un agorero e informe colgajo– y la cadavérica rigidez de su cuerpo. No es extraño que, ante tan pavorosa y espeluznante visión, fueran muchos los espectadores que salieran de estampía de la plaza.
Era imposible que aquel muchacho pudiera sobrevivir a tan espantoso destrozo. El cuerno le había entrado por la zona orbitaria del ojo derecho y le había pulverizado el cerebro. El parte facultativo nos cuenta además que Granero había sufrido fractura de los huesos frontal, etmoides, esfenoides, parietal, temporal, maxilar superior y malar, así como el destrozo de toda la masa encefálica, de ahí que cuando el torero llegó a la jurisdicción de los doctores Hinojar, García Peláez y Muñoyerro, era prácticamente un cadáver. Los relojes marcaban las seis menos veinte de la tarde.
Como una maldición, la fatalidad se cernía de nuevo sobre los toreros de Valencia. Igual que les había ocurrido a los hermanos Fabrilo, a aquel revolucionario llamado Antonio Carpio, a Isidoro Martí Flores, sucedía ahora con Granero, inmolado en la flor de su vida por los crueles e inescrutables designios del dios Tauro.
La muerte de Granero fue una de las más horribles que registran los anales del toreo. Aquel chaval de veinte años, a quien todos auguraban heredar el puesto dejado por Joselito, lo más que consiguió fue recibir el violento legado de su muerte en el ruedo. Como José, halló su triste fin en una corrida que en principio no pensaba torear; como José, dijo su adiós artístico toreando de muleta; como José, fue expulsado del mundo de los vivos por el toro quinto de la corrida; como José, bajó al sepulcro en mayo, el mes de la vida y de las flores… Hoy, que se cumple el centenario de la trágica muerte del diestro valenciano, hemos querido acercar su figura al presente para limpiar su memoria del polvo del desconocimiento, que es como decir del olvido. Descanse en paz y viva su recuerdo.