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LA LIDIA A EXAMEN – La lidia del siglo XXI (3). Los útiles y el toreo
La lidia del siglo XXI (3)
Los útiles y el toreo
Excepto el canto, la danza y la interpretación, todas las artes tienen su instrumento. Son la prótesis del artista. Algo más que útiles puramente funcionales. Forman parte del creador, de su cuerpo, de sus ideas, de su sentimiento. Tanta es su importancia que sin ellos la mayoría de las expresiones artisticas no existiría.
En el toreo son fundamentales. A veces he hablado del estaquillador, de un simple palo a partir del cual surge el toreo de muleta. Empezó por la ocurrencia del auxiliador de un caballero en plaza. Entonces –¿siglos XVII y XVIII?- imperaba la norma que obligaba al jinete, si no podía matar al toro desde el caballo, a matarlo a pie o ceder la muerte del toro a un subalterno. Así sucedió la vez en que el auxiliador de turno tuvo la idea de plegar su capote sobre una banderilla o un rejoncillo con el fin de fijar mejor el viaje del toro en el engaño. No se sabe cuándo fue ni a quien se le ocurrió. La primera vez que descubrí el hallazgo fue en un dibujo, fechado a mitad del siglo XVIII, perteneciente al “Combat de Taureaux en Espagne” de Emmanuel Witz, un pintor suizo que trabajaba en la embajada de su país en Madrid. El detalle fue tan irrelevante que no sabe quien tuvo la ocurrencia, ni cuando, ni donde. Pero de ese desapercibido hallazgo, de aquel humilde palo, nace para la tauromaquia todo el toreo de muleta. Y nadie ha hablado de ello. Uno de los males de la Fiesta consiste en que nadie se pregunta por el porqué de las cosas. Existen y son inamovibles, sean buenas o malas o inútiles. Por ejemplo, nadie se ha preguntado –la observación me la hacía Manuel Sales, el ex matador de toros y genial artífice de útiles- por qué el estaquillador termina en un pincho. No sirve para nada, tal vez para pincharse, pero ahí está y ahí estará hasta que Dios quiera.
Más aún. El largo repertorio del toreo de capa estuvo impulsado, en los orígenes de la lidia, por la ineficacia de las primeras puyas de limón y de naranja. Al margen de que la suerte de picar se practicaba entonces a caballo en movimiento y de que los encuentros eran muy fugaces debido a que la bravuconería del toro, que no bravura, era poco partidaria de encelarse en la suerte, a lo que, para mayor inoperancia, había que añadir la pequeñita e inofensiva pirámide de la puya de limón o de naranja. Inoperancia que se exigía numerosos, levísimos arañazos del montado, ningún romaneo del toro, lo que obviamente se traducía en ineficaces y múltiples encuentros, a veces más de veinte, posteriormente mitificados -¡aquellos sí que eran toros, tomaban veinte varas!- pero que tuvieron la virtud de dar mucho trabajo a los capotes y, en consecuencia, a la frondosa inventiva de los bregadores. De manera que, curiosamente, la ineficacia de unos útiles dio origen a la creatividad exhuberante de los diestros capoteros de entonces. Tiempo tenían. Al principio no había tercios y los jinetes por allí andaban interviniendo hasta en muy oportunos quites. En el grabado, o aguafuerte, ahora no lo recuerdo, de Goya, que muestra la muerte de Pepe-Hillo, sucedida a la hora de matar, hay un picador haciéndole el quite. Y cuando Costillares dividió la lidia en tercios, el primero ocupaba sus tres cuartas partes. Pero la herencia provocada por la ineficacia de unos instrumentos deficientes no fue mala, casi todos los lances de capa se crearon entonces. Eso sí, tampoco se dedujo que la invención de suertes banderilleras fue producto del toro, que ya llegaba parado el segundo tercio, por lo que el rehiletero inventó los pares al sesgo, a topacarnero, los cuarteos en corto y a la media vuelta y, raras veces, el par al quiebro o de poder a poder. Y también explica, por la misma tesitura que planteaba el toro parado, que el toreo de muleta tardara tanto tiempo en desarrollarse.
En perfecto acuerdo con la evolución de la bravura -durante casi todo el siglo XIX pasó de una agresividad intermitente, cercana al derrote, a la brava embestida, todavía breve y poco humillada- la puya cambiaba de forma y aumentaba de tamaño, acoplándose a la mayor ofensividad del toro y a la nueva manera que, en consonancia con las más combativas prestaciones del toro, se planteaba la suerte varas: ya a caballo parado. Este evolutivo paso de la lidia tuvo consecuencias. Potenció la transmisión de peligro del toro y extremó su prestigio letal a costa de la mortandaz del caballo que, con su sacrificio, logró su atemperamiento, el preciso para que, ya más templado, se desarrollara el toreo de muleta. Un proceso creativo que tal vez comenzó con Paquiro, prosiguió con Cayetano Sanz y Lagartijo, tuvo su punto de inflexión a partir de la creatividad muletera de Curro Cúchares y Fernando el Gallo, se extremó con Guerrita cuando ordenó a sus picadores que entregaran el caballo al toro, se profundizó con Joselito cuando exigió a sus montados que midieran el castigo y se consumó con las leyes belmotinas de parar, templar y mandar en las embestidas y con el toreo ligado en redondo impuesto por Chicuelo.
El mejor equilibrio de la suerte de varas se logró tras la imposición del peto protector del caballo, sin que dicha suerte perdiera su emoción, pues si la romana del toro aumentó y la puya creció, el peso de la montura protegida y la debilidad del caballo terminal consiguieron que siguiera impresionando su empuje y que la agresión de la puya no fuera tan terminante. Continuaron los quites, pero con más lances, pues el mayor atemperamiento del toro sirvió de base a una bella estilización del toreo de capa, siendo aquella la época cumbre, jamás superada, de la verónica gitana y castellana, precedidas por su matriz, la verónica de Belmonte. Por enésima vez se demostraba la estrecha relación entre el útil y el toreo. En este caso, el útil fue el peto, trebejo mal recibido por lidiadores y picadores, sin embargo pieza fundamental para la consumación de la quietud torera, del toreo ligado en redondo y, sobre todo, para la vertiginosa evolución de la bravura, porque el ganadero cotejó en esta suerte comportamientos del toro que antes no había podido apreciar.
El deterioro de la suerte de varas llegó más tarde. Hasta entrados los años sesenta, aunque el toro había disminuído de peso y de edad, el caballo tampoco había crecido y a pesar de que el peto sí era mayor, su material de borra permitía el romaneo de un toro todavía más bravo, de modo que perduraron las tres varas con sus correpondientes quites. La degradación vendría poco después, de forma paulatina, con el aumento de la romana del toro y de su edad, desequilibrio al que los contratistas de caballos respondieron con un desmesurado crecimiento y peso del equino y de sus arreos protectores, nueva variante de los útiles, lo que se tradujo en el monopuyazo a un toro mucho más bravo, que se destruía en su pelea, lo que arrinconó el toreo de capa, al mismo tiempo que el tercio de banderillas perdía su secular brillantez al dejar de interpretarlo los matadores, por otras causas que comentaré más adelante, y la faena de muleta se sobredimensionaba hasta ser el único tercio determinante para el triunfo del torero y del espectáculo.
De este deterioro de la lidia, encorsetada y reprimida, en la que los toreros han buscado todos los recovecos a su alcance para mantener vivo el toreo de capa, no así el de banderillas, del que son espectadores de primera fila, versará el próximo capítulo.
José Carlos Arévalo
Próxima entrega: Varas y banderillas, dos tercios deprimidos