El Torero
TOREROS DEL MOMENTO – David Galván, toreo íntimo
Me encanta como comenta las corridas Enrique Romero. Sus comentarios no se apartan de la lidia, subrayan el toreo al mismo tiempo que sucede. Se tiene la sensación de que es él quien está toreando. Pero no roba el protagonismo de quien torea. Interioriza sus sentimientos, se viene arriba con sus hallazgos y advierte, sin prepotencia, de sus posibles errores. Naturalmente, esto te hace entender con la misma inmediatez el comportamiento del toro. Y lo digo sin incurrir en el clásico pasteleo entre colegas, sino agradecido porque me hizo vivir la corrida con la misma pasión que los paisanos de David Galván, encerrado con seis toros en la bella placita de la Isla de San Fernando.
Sin paisanaje alguno, me gustó David Galván. Es un torero de fino porte, con el trazo limpio, de una angelical pureza, de elegancia contenida, ningún ademán retórico en los cites, ni flamenquería impostada en los remates. No parecía que le interesara gustar, ni convencer a nadie. Toreó a los seis toros como se merecían. No hubo ni un atisbo de esa sobredósis que convulsiona a los tendidos. Hubo paladeo. ¿Es suficiente esta degustación del arte de torear? ¿Sirve este bienestar artístico para hacer contratos? ¿Buscaba acaso contratos el torero con esta encerrona en su pueblo? En absoluto, dio la sincera impresión de que toreaba para su gente. Y con ese talante toreó, y con la torería de sacar a todos y cada uno de los seis toros que lidió exactamente lo que llevaban dentro. Fue la tarde de Galván una inusitada cita con el toreo más sincero, el que le sale de dentro a un buen torero ante toros con los que no se podía romper porque los habría roto antes. Pero hubo una serie de naturales de los que se sueñan y no se ven, naturales a un toro a campo abierto en la más absoluta soledad, toreados con el alma rota, la embestida deslizada, el toro agradecido, el toreo íntimo, aislado. Era la magia de un torero de la Isla que toreaba para sí mismo en el patio de su casa.
José Carlos Arévalo