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De Plata, Oro y Azabache

DE PLATA, ORO Y AZABACHE – SALITAS: EN EL CIELO YA NO HAY PENAS

Foto Enrique Silvestre "Salitas" acompañado de Manzanares y El Capea / Foto Cuadernos de Tauromaquia

En entretoros.com nos gusta leer cosas buenas de nuestros colegas. Álvaro Acevedo, director de la gran revista Cuadernos de Tauromaquia, ha publicado en su edición digital una entrañable evocación de Salitas, el gran picador recientemente fallecido. Como no podíamos mejorar lo que él ha escrito, le hemos pedido permiso para publicarlo y aquí lo tienen. 

Por Álvaro Acevedo

De Enrique Silvestre Gómez, Salitas (Los Palacios, 1930-2022 ) se pueden decir muchas cosas, pero la mejor de ellas es que a su lado no había penas. Se ha marchado el considerado por sus propios compañeros maestro de picadores de toros, pero se ha ido también una sonrisa. Con ella debutó en la cuadrilla del maestro Rafael Ortega y luego recorrió España en los coches de cuadrillas de varios de los más grandes toreros de su época, Ordóñez, Camino, El Capea; y con ella cruzó el charco más que ningún otro varilarguero de la historia, en esas campañas americanas que duraban meses al amparo de los triunfos, el whisky y las partidas de cartas.

Tan popular era en México que, entrando Pedro El Capea en un sitio donde vendían pulque, una bebida que es lo que viene después del matarratas, el camarero, con esa voz eufórica y a la vez musical que tienen los mexicanos, le gritó: ¡»Maestro, dónde ha dejado usted a su jefe!», refiriéndose a Salitas, aquel coleccionador de amigos.

Y tan genial era que, en una tarde de toros en Salamanca llegó justísimo de tiempo para vestirse después de una fiesta que duró más de la cuenta, y en el borde de la cama, poniéndose las calzonas a duras penas, le pidió a Manolón, el niño del Tito de San Bernardo, que por favor le fuera a la cafetería a por un bocadillo de jamón. Se lo comió con la chaquetilla puesta y se llevó después, tras un memorable tercio de varas y muerto el último toro en La Glorieta, todos los premios de la feria.

Porque detrás de esa sonrisa y ese vivir sin cadenas, había sobre todo un picador excepcional, un caballista sublime y un aficionado cabal. Adivinaba el recorrido de los toreros nuevos, calibraba en su empuje el poderío de los toros, y medía el castigo en consecuencia, levantando el palo cuando hacía falta, o apretando discretamente, sin que en el tendido se notara la dureza del puyazo. Y sin que su jefe de filas tuviera que decirle «pégale» o «no le pegues». «Nunca a mi lado picó un toro de más o de menos», me ha dicho el maestro Capea.

También me contó cómo de la mano del talento iba también su valor, un valor a prueba de bombas, una seguridad en sí mismo que le hacía obviar el caballo que le tocaba montar cada tarde. En sus manos, hasta el jaco más cerrero se ponía como una seda, así que en el patio de caballos ni se preocupaba por la bestia que le había deparado la suerte. Sus últimos años fueron con el hijo del Niño Sabio de Camas, Rafi Camino; y su retirada, en las filas de Juan Mora. Vivía en su casa de Los Palacios, que es tierra de toros y caballistas, de campiña y picadores, hasta que la otra tarde lo llamaron desde el Cielo. Porque alguna pena habría…

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