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El Toro

EL TORO – El culto a la bravura

Foto Alberto Simón

  por José Carlos Arévalo

Los bovinos, como buenos herbívoros, huyen del depredador carnívoro. Menos el toro bravo, que ataca ante la sola presencia de un humano que pise lo que considera “su” territorio. De lo cual se deduce que al toro bravo lo singulariza una instintiva agresividad territorial. Pero esta es una conclusión insuficiente. Cualquier ganadero, mayoral, vaquero, sabe que si se aproxima a un lechoncito bravo recién parido, éste humillará la testuz y lo topará con derrotes que no cejarán hasta que el intruso haya huído. ¿Por qué ataca el lechón recién nacido antes de saber dónde está? Su gratuidad es un misterio que la ciencia tampoco desvela. Tan solo descubre los factores orgánicos que movilizan su agresión, no su porqué. La biología describe el potente mecanismo neuroendocrino del toro bravo, sus altas cotas de cortisol, que incentivan su agresividad, y de dopamina, que agilizan su bravía desinhibición, y la tremenda eficacia de sus betaendorfinas que, cuando se le agrede, neutralizan su dolor. Estos y otros neurotransmisores completan el andamiaje orgánico de lo que hoy entendemos por bravura. 

En efecto, la ciencia solo describe cómo actúa el mecanismo hormonal de la bravura, no por qué el toro decide atacar en vez de huir. Su conducta sigue siendo un misterio, el enigma no descifrado que hace miles de años lo sacralizó cuando el juego y lo sagrado no estaban separados en las creencias precristianas de la península Ibérica. Más tarde, en la Edad Media, un rey dispuso su extinción, por supuesto no obedecida, dada su abundante y peligrosa presencia en parajes y caminos. Luego lo salvó otro rey, pues aconsejó a los caballeros que con el toro se entrenaran para el combate. Finalmente, la lidia lo mitificó mediante una insólita creatividad preartística y precientífica, que consiguió la paulatina transformación de su innata agresividad en bravura. Como dijo Ortega y Gasset, la relación el hombre ibérico con el toro es la historia de una amistad tres veces milenaria.

El mutación de la agresividad en bravura es el inusitado logro de la Lidia, un insospechado acuerdo entre naturaleza y cultura, resultado de una búsqueda fascinante del torero y el ganadero. Y aunque este es el artífice del toro bravo no olvidemos que la suerte de varas precedió al tentadero. Luego, el ganadero, con su trabajo selectivo en la tienta de vacas y en la prueba de sementales, convirtió el derrote en embestida, y la embestida interrupta en embestidas largas y continuadas, lo que el torero buscaba y que el ganadero encontró. 

Con la embestida completa y repetida, la bravura se impuso a la simple e inconstante agresividad. Esta era común al toro cunero que precedió a las castas fundacionales: una primaria conducta peligrosa todavía indiferenciada, que impedía distinguir a un toro de otro, la propia del toro antecesor, tan solo renuente a la domesticación. Y fue la embestida, la manera singular e irrepetible que tiene de embestir cada toro, lo que confirió a cada uno de ellos un sello individual, una identidad intransferible. De ahí que cuando la lidia se consolidaba como método de torear, el toro bravo adquiriera nombre propio (heredado por línea materna), perteneciera a una familia (su reata), formara parte de una tribu (la ganadería). 

Fue su individual conducta en el ruedo la que lo hizo merecedor de nombre propio. Un justificado privilegio que confiere al toro bravo su identidad individual, superior a la genérica de todos los animales. Así, el toro de lidia, con nombre propio, registrado genealógicamente, uno a uno, hembras y machos, desde hace más de dos siglos en los libros de las ganaderías, adquiere una jerarquía superior entre el resto de la fauna. De hecho, para el aficionado, la bravura es el alma del toro bravo, o si se prefiere el carácter diferente de cada uno expresa en la lidia con su comportamiento individual e intransferible.

La estructura orgánica del toro ibérico prefiguraba su conversión en toro de lidia. Le distingue del resto de los bovinos singularidades fisiológicas como su doble circulación coronaria, una suerte de bypass natural que lo defiende del infarto motivado por una posible alteración cardiaca provocada por la lidia; o su diferente almendra cerebral, menor que la del bovino común, y propia de los individuos de innata violencia, o su superior eficacia ocular, que depara una concentración más ágil a la embestida; así como su menor capacidad pulmonar -es un bovino de tamaño medio- facilita su atemperamiento al ser toreado por bajo, o al humillar en su ataque al caballo. De ahí que se pueda deducir que su conformación física haya sido moldeada por una adaptación evolutiva ambiental: su milenario combate con el hombre. Pero también puede ser que su singularidad biológica y fisiológica proceda de su rebeldía ante la domesticación, fiel a la agresividad del Uro, su fiero antecesor, de enorme volumen, y sin embargo con sus respectivos genomas muy emparentados, mucho más que el resto de los bovinos. 

De cualquier manera, la bravura es el resultado de un proceso evolutivo provocado por la lidia, que a partir de la innata agresividad del toro desemboca en la embestida y que esta se acople a una danza trágica enmarcada en los tres actos (tercios) de un arte escénico sorprendente, la lidia, abismal confluencia de dos actores cómplices de una misma coreografía, producto del arte del torero y la embestida del toro. Un acuerdo paradójico, pues mientras ambos se acoplan el torero quiere torear al toro y este quiere matar al torero. Por consiguiente, convertido el toro en su destino fatal, el torero debe matar y mata al amenazante destino. Pero este trágico argumento deviene fiesta porque la derrota del destino entraña la liberación del hombre que fue capaz en el ruedo de convertir la amenaza en belleza y de trasformar la peligrosísima suerte de de matar en catárquica liberación, la del torero y la de todos los espectadores solidarios con su letal situación en el ruedo. 

La idéntica y repetida historia del hombre y el toro en la arena siempre es distinta porque el toro siempre es distinto, distinto el toreo requerido y distinta la evolución de la trama. La lidia, inaudito arte escénico protagonizado por el hombre y el animal, tiene tres lecturas simultáneas, la etológica, que revela el diferente comportamiento de cada toro descubierto por el toreo, la mítica, que restaura el mito fundacional del primer combate del héroe humano con el agresivo caos primordial encarnado por el toro, y la artística, que exige belleza a la victoria del hombre sobre su destino. Del destino, o sea del toro, tratan estas líneas (no del torero, protagonista de la lidia, de cuya historia me ocuparé otro día) que constatan cómo la corrida es una representación en la cual lo real persiste bajo el manto imaginario (teatral) que lo envuelve. Y gracias a esa inversión en la que lo real subyace a la única realidad que importa, la imaginaria (el actor toro muere de verdad y de verdad a veces muere el actor torero o cae herido), la bravura es el principio de individuación el toro, la que le otorga un nombre propio, la que por sus hechos puede ser recordado en los libros de la historia de la tauromaquia, la que lo eleva de su condición animal a la de un ser mítico, donante de gloria o de muerte, calibre de hombres, juez de su arte, fiscal de su valor, respetado y admirado agresor, noble unas veces, diabólico otras, al que el torero, humano actor de la lidia, siempre, mal o bien, debe vencer.

La lidia otorga derechos al toro, y derechos y prohibiciones al torero. Pues el toro de lidia es, en el ruedo, algo más que un animal. En el ruedo pierde su entidad zootécnica, solo importa la identidad de su bravura, el alma taurina que le confiere el toreo. Por eso persiste el ancestral hijo del Uro, evolucionado en toro de lidia. Por eso, antiguamente ocupaba grandes espacios inaccesibles. Por eso ahora habita cuatrocientas mil hectáreas del suelo peninsular, su reino protegido solo por los ganaderos, hombres del campo en los enigmáticos países de la piel de toro. Y sobre todo por una vieja y vigente querencia: la de torear.

Próxima entrega: Polémicas sobre la bravura

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