De lo primero, lo de niño prodigio, estoy seguro, de lo segundo todavía no lo sé. Pero lo primero, lo de niño prodigio, se debe matizar. Porque Marco tiene 15 años, uno menos que Joselito y Armillita cuando tomaron la alternativa con toros, y uno más que Luis Miguel cuando la tomó en América. Y sí, Marco, ha cortado un rabo en Sevilla… pero a un becerro.
De lo segundo, lo de torero prodigioso, estoy expectante y esperanzado. Esta semana le he visto torear tres becerros en el campo. Malos, porque estaban hambrientos y se afligían, perdían las manos o se derrumbaban de cuerpo entero. Y lo bordó. La instantánea y exacta colocación que evitaba los “toques”, el pulso de su temple que mantenía a los inválidos en pie, la adivinación de sus embestidas, de sus inercias, de su mermas, que su muleta aprovechaba o corregía, me dejaron pasmado.
¿Estaba ante un torero prodigioso? Quiero creer que sí. Pero la creencia se relaciona con la fe, no con la realidad. Y la realidad del toreo es el toro. El que denuncia si esa capacidad superdotada de pensar mientras se torea es la misma con el barbas que con un becerro. O sea, que para posicionarme necesito ver la madre de todas las pruebas, la del valor. Y el único que la hace es el toro.