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PAPELES DE INVIERNO – Adiós a Rodolfo Vázquez, un personaje irrepetible

Por José Carlos Arévalo

Ayer murió el ganadero mexicano Rodolfo Vázquez. No era conocido en España, pero sí en su tierra, ese México que nos ha hecho mexicanos de sentimiento a todos los españoles que hemos tenido la suerte de vivirlo. 

No hay un solo taurino cabal mexicano que no conociera y quisiera a Chacho Vázquez. Y esa unanimidad es algo fuera de lo común. Sobre todo en el mundo de los toros, tan duro, de tan enconadas tribus, grillas y banderías. Reonocerlo no es censurarlo sino retratarlo y comprenderlo. La fiesta de toros obliga a todos sus actores a vivir todos los días en una situación límite. Al torero frente al toro del ser o no ser, que no es el toro de una sola tarde sino de muchas tardes. Al ganadero, alquimista genético y experto en el manejo que pone en manos de un irracional la misión de defender su idea de bravura. Al apoderado que descubre toreros para que otros, a veces con razón, se los roben. Y al empresario, creador de carteles y ferias ilusionantes que la realidad suele desbaratar. Que nadie se extrañe, pues, de que este sea un mundo de enconados intereses, duras jeraquías de poder, pocos amigos y muchos íntimos conocidos.  Y sin embargo la fiesta de toros es un mundo ejemplar porque a su dureza congénita opone, siempre, el momento de la verdad. Que no solo es el de matar al toro del destino, sino el de tíos con la mente clara y sus actos de acuerdo con sus principios.

Chacho era un tipo fuerte, porque todos los momentos de su vida eran el momento de la verdad. Siempre en corto y por derecho, sin argucias ni disculpas, y sin el menor atisbo de vanidad, practicaba la ética con absoluta naturalidad. Era bueno, pero de tonto no tenía un pelo. Quiso ser torero y lo dejó porque se dio cuenta. Fue un buen jugador de fútbol americano y lo dejó y se hizo ganadero. Le gustaba la bravura y eligió el encaste de Piedras Negras. Y como era listo, lo cruzó con los “llagunos” de Los Martínez y los “santacolomas” de Marrón. Su rancho, “La Nave”, a unos cien kilómentros de la ciudad de México, en el camino de Querétaro, era un oasis para los amigos. Tenía dos casas. Una para comer y estar. Bajo una cúpula luminosa y colorida, las tertulias eran sabrosas e interminables, el epílogo habitual al tentadero. En la otra, un pequeño claustro de un pequeño y antiguo convento, Chacho había convertido las antiguas celdas en acogedoras habitaciones. De mis estancias en La Nave guardo un grato recuerdo.

Como compañero –Chacho fue director de 6TOROS6 en México- fue insustituible. Comprendía a un periodista y a su contrario, o sea otro periodista. Trocaba las desidencias en acuerdos y era propietario de un patrimonio valioso: las fuentes. Porque las suyas eran todas, todos los toreros, todos los ganaderos, y políticos y empresarios de todas las cuerdas. Impresionante, le querían tirios y troyanos. No había nadie que le cerrara la puerta a este mexicano rubio, con pinta de rubygmen británico y la mirada profunda de quien sabe torear con mucho temple al toro de la vida. 

Mi dolorido sentir está ahora con Elisa, su mujer, y con sus hijos, Anel y Rodolfo

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