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El Torero

Una discusión sobre el temple y las verónicas de Pablo Aguado

Una noche de hace cuarenta años. En el restaurante “La Mezquita”, oasis de los toreros que suben y bajan Despeñaperros para torear en las plazas del norte y del sur. En una mesa, Antonio Ordóñez y su yerno, Francisco Rivera “Paquirri”. Y un debate sobre el temple.

Verónica de Pablo Aguado
Verónica de Pablo Aguado. Fotografía: Alberto Simón.

Una noche de hace cuarenta años. En el restaurante “La Mezquita”, oasis de los toreros que suben y bajan Despeñaperros para torear en las plazas del norte y del sur. En una mesa, Antonio Ordóñez y su yerno, Francisco Rivera “Paquirri”. Y un debate sobre el temple.

Decía al maestro de Ronda: “El temple es reducir la velocidad del toro, que imante su embestida al mando del engaño y se acople al son de tu toreo”.

Y le respondía el maestro de Barbate: “No, maestro. El temple es acoplar tu toreo a la velocidad del toro de manera tan perfecta que parezca más lento”.

Yo no sé cuál de los dos tenía razón. Pero un día, en Sevilla, Ordóñez había recibido a un toro con muchos pies. Galopó hacia el torero y unos metros antes de llegar a su jurisdicción, le presentó el capote con un toque afirmativo que centraba su embestida. Y lo sorprendente fue que el toro redujo su marcha, humilló lento en la tela y el lance abrazó su templada embestida con una verónica ampulosa, lenta, elegantísima a la que siguieron cuatro más con el mismo diapasón.

¿Redujo la velocidad el toro cuando el rondeño transformó su galope en embestida o se cumplió con lo que decía Paquirri, gracias a la perfección del acople?

Mi memoria no puede quitar la razón ni a uno ni a otro. Pero este año, en el coso carabanchelero de Vista Alegre, Pablo Aguado hizo algo más sorprendente. Cuando el toro tomó su capote dio la sensación de que entraba en otro campo gravitatorio, se acopló a la cadencia de la sonámbula verónica y un momento después del embroque, antes de que el diestro le marcara la salida del lance, su capa se paró un instante y la embestida se paró un instante, y luego, el toro, embriagado, dormido, salió de la suerte contagiado por la magia milagrosa del toreo. Fueron las verónicas más templadas que he saboreado en mi vida de aficionado.  

¿Quién tenía razón, Ordóñez o Paquirri? En la discusión terció Pablo Aguado cuarenta años después, y presiento que dio la razón al maestro de Ronda.

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