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EL MOMENTO DE LOS TOREROS – A mitad de temporada, el momento de algunos toreros

FOTOS LANCES DE FUTURO

Por José Carlos Arévalo

La Feria de Santiago, gracias al buen juego generalizado de los toros, a su presentación acorde con el volumen de bovino de mediano tamaño que caracteriza al ganado de lidia, lo quieran o no muchos aficionados, ha permitido comprobar el alto nivel de los toreros de nuestro tiempo. A continuación, juicios críticos sobre algunos espadas. En la relación solo incluyo algunos. Por ejemplo, no está Roca Rey, del que he escrito recientemente, ni Tomás Rufo, que dio una gran tarde, pero al que quiero ver más veces.

Morante, más allá del bien y del mal

Morante es, por no exagerar, uno de los mejores toreros de la historia. Y, para ser más precisos, Morante es un torero de época. Por dos razones: su tauromaquia comprende toda la tauromaquia y, además, la mostró a la afición de su época cuando correspondía, al cumplirse los doscientos años de la fundación de la lidia a pie, en la transición del siglo XX al XXI. Fue entonces cuando nos dio a conocer en vivo, los galleos de Pepe-Hillo y Fernando el Gallo y los remates a lo chatre, la tijerilla de Curro Guillén, el saludo por faroles, la larga cambiada de pie, el quite del bú, amén del toreo más próximo, la verónica gitana, la chicuelina de Chicuelo, la de Pepe Ortíz, la de Antonio Bienvenida, la de Manolo González. No explicó -el torero hace, el crítico explica- por qué recibe a los toros muy cerrado para comprobar la largura y fijeza de la embestida innata del animal, y remata los lances por alto para verificar el espontáneo celo de la bravura, si el toro se va o si vuelve, y cómo vuelve, si natural o contrario. Con la muleta, sus ayudados por alto avivan la embestida, la conceden cierta libertad, pero la llevan toreada. Y su toreo natural tiene un absoluto compromiso, muy conjuntado, fajado y de mano baja, de cuadratura belmontina y ligazón gallista, y el de pecho, épico, liberador o al hombro contrario, con aires de San Bernardo, pero también remata con el kikirikí de Romero, el desdén insinuado, el abaniqueo por bajo o por alto con un vuelo de campana, de pitón a pitón. Su toreo con los hierros es más sintético, banderillea en corto pero de poder a poder, clava sin salto, las manos reunidas a la altura de la frente, las rodillas juntas, los tobillos juntos y sale apoyado en los palos, girando en el centro del balcón. Mata con tres espadas, una larga para el toro que con la cara alta tapa la suerte, otra normal para el toro poco entregado, y una corta para el toro pronto. Es habilidoso con el toro que no ha cuajado, pero cuando lo ha bordado es un estoqueador muy puro y certero, su cruce es muy ceñido y no abandona la línea recta ni cuando ha hundido el estoque hasta los gavilanes.    

Todo este acervo, que revela una gran cultura taurina, no jerarquiza a Morante como un torero erudito, académico. Todo lo contrario. Las suertes son como las palabras del toreo. Están ahí para ser utilizadas. Sucede que hay toreros con poco vocabulario. Y otros que no saben hablar o que hablan mal. Pero no Morante, Morante es un poeta del toreo. Tiene la intensidad del torero corto aunque su repertorio es largo. La sustancia de su arte vuela desde el ruedo al tendido, embarga los corazones y logra el milagro de convertir un arte para multitudes en un rito íntimo, transforma la plaza en templo. Y cuando está en estado de gracia, como el otro día en Santander, da lo mismo verle hacer el toreo fundamental que pasando al toro por alto para cuadrarlo con una suficiencia tan torera, que él mismo era su obra de arte. 

Resulta imperativo ir a los toros cuando torea Morante. Si está bien, su arte es impagable. Y si está mal, es de los pocos toreros que está bien. Torero de época, de la nuestra, es un torero de todas la épocas. Podría acartelarse con Costilllares o con Pedro Romero, con Paquiro o con Cúchares, Con José o con Juan, con Curro Puya o con Domingo Ortega, con Manolete o con Pepe Luis, con Ordóñez o con Camino o con El Viti. En nuestro tiempo podría haber hecho collera con José Tomás. Las pocas veces que alternaron fue un espectaculazo -recuerdo dos tardes memorables, una Málaga y otra en San Sebastián de los Reyes- que no cuajó porque el taurinísmo actual -incluyo a profesionales y aficionados- padece el despiste más indolente de la historia del toreo. Morante nos lo advirtió con su temporada de las cien corridas. Alternó con toreros de todos los segmentos del escalafón, lidió ganaderías de todos los encastes. Nos dijo, aquí caben todos. Sería una lástima que hubiera predicado en el desierto. El día 23 de julio, en Santander, dialogó con el toreo de un próximo ayer, Enrique Ponce, y con el toreo de mañana, Fernando Adrián. Gracias Garzón, gracias Morante.    

El caso Fernando Adrián

Escribo estas líneas antes de que se celebre la última corrida de la Feria de Santiago. Y por el momento, la faena más compacta y más intensa ha sido la ejecutada por Fernando Adrián el tercer toro de la brava corrida de Domingo Hernández. 

Conviene subrayarlo porque su eco se ha visto oscurecido por el que ha generado el toreo de Morante. Nada que objetar. Pero el que suscribe, morantista, cree tener la ecuanimidad necesaria para valorar lo uno y lo otro. Procura ser fiel a la sentencia de Rafael Ortega “Gallito”: “El mejor aficionado es al que le caben más toreros en la cabeza”.

Lo que hizo Adrián en el coso de Cuatro Caminos fue la faena que más conmovió, sobresaltó y movilizó la petición de orejas más fuerte de la feria. Y al público no se le debe llevar la contraria. Decir que diez mil espectadores se equivocan al unísono es una petulancia en la que nadie debería incurrir. Es absolutamente imposible que en la plaza haya diez listos y diez mil tontos.

Si el toreo de Morante ha sido jaleado por todos, y por mí, fue porque hizo el toreo de siempre. Y si prefieren la hipérbole, el toreo eterno. Pero el joven Fernando Adrián hizo, nada más y nada menos, que el toreo de hoy. El que responde con más rigor, el que deslumbra en el ruedo y estalla en los tendidos, el que responde con emoción y sorpresa porque lo provoca el toro de nuestro tiempo con sus prestaciones de fijeza, profundidad de unas embestidas tan imantadas al engaño que consagran el ojedismo como canon de la actual faena de muleta, eso sí, no apto más que para toreros de pureza, valor y una ilimitada maestría. El hondón de la faena de Fernando Adrián fue una serie ligada por los dos pitones, en la que la que la bravura lo circundó como un rio salvaje pero dirigido, estimulado, mecido por un torero con un temple mandón y un perfectísimo trazo que lo convirtíeron en un mástil heroico del toreo. 

¿De dónde ha salido Fernando Adrián, joven epígono de Roca Rey, que sale por la Puerta Grande una tarde sí y otra también? ¿Por qué no está anunciado en todas las ferias? ¿Por qué estos sucesos artísticos de la tauromaquia ya no los tratan los medios de comunicación concediéndoles el sitio que les corresponde?   

Y… Juan Ortega

Comentario a propósito de la actuación del torero trianero en la Feria de Santiago.

Juan Ortega es un torero machadiano. Lo ilumina un relámpago sevillano y tiene el temple de Castilla. Su verónica es, como la gitana, una playa de desgana. Su muletazo canta por Ronda y se desliza con embriaguez trianera. Con la capa y la muleta compone sin componer, con una cadencia orteguiana -don Domingo- y un trazo esculpido -don Antonio-. No hay retórica en el natural, el derechazo, el de pecho. Diseña el toreo sin proponérselo. Nunca está, siempre es. No importa el toro porque todos le obedecen. Y cuando lo ha comprobado, el trincherazo lo celebra y parpadea el sol y la noche se ilumina. El toreo de Juan Ortega es la tauromaquia hecha poesía.

El misterio del temple. ¿Se puede torear con temple a toro levantado, al toro recién salido del toril, al toro inquieto que nunca ha embestido, al toro que no ha sido atemperado en la suerte de varas? A veces lo vi en el capote de Ordóñez, ahora lo veo muchas veces en el capote de Ortega. Y no descubro la clave técnica que, escondida, fija y humilla la cara del toro, imanta su embestida a la bamba en el inicio del lance y la embriaga en los vuelos de un capote que para el tiempo real y penetra en el tiempo sin tiempo del éxtasis.

Así es la verónica orteguiana que ligada la versifica para que la lidia de comienzo con un inefable poema. Y el tendido, el por los gentiles denostado público de los toros, lo celebra con naturalidad. Sabe que el toreo es así, la violencia del toro convertida a la cadencia del arte, la noche en el día, la muerte en vida.

Y con la muleta, más. Porque ya no hay sorpresa, sino premonición. Y el público, el insensible público de los toros, escruta la lidia como si fuera un guardián del arte, no vaya a ser que una torpeza, un puyazo mal caído, un exceso capotero en banderillas, disuada la bravura fija el toro. Pero no hubo tal. Y con la faena, por fin solos toro y torero, continuó la música callada del toreo. Porque esa música, a la sazón orteguiana entró por los ojos y su melodía la sintió muy dentro el público cántabro. Imposible no sentirla, era una música a contrapunto, quietud y plomada en el torero y vertiginosa, peligrosa pero acompasada embestida del toro que, cuando entraba en la jurisdicción de las suertes, se calmaba, se conjuntaba, se diría que disfrutaba de la hermosa faena. Un estoconazo ejecutado con pureza dio fin inmediato a la vida del bravo. Pero el misterio del temple quedó sin un premio estruendosamente solicitado.

Las orejas. Desde que los presidentes van a clase para aprender a presidir se han vuelto unos pelmazos. ¿Merecía una oreja o dos, la faena de Juan Ortega? A mi entender no tiene apéndices el toro para premiar tamaña obra de arte. Así que tal vez tuviera razón el presidente al no conceder ninguna. Sin orejas nadie podrá poner límites a la obra de arte que conmovió al público de Santander.

Por cierto, cómo ha cambiado a mejor, a mucho mejor, la afición montañesa. Va a ser difícil que Vistalegre o Illumbe le quiten el liderato a Cuatro Caminos como la mejor feria del Norte.  

       

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