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El Torero

EL TORERO – La Primera Fila (1). Morante de la Puebla

Fotos Alberto Simón/ Plaza 1- Alfredo Arévalo/ Arjona

por José Carlos Arévalo

La pandemia del coronavirus puso la casa del toreo patas arriba. No se podía dar corridas, no se podía vender ni media plaza, no había televisión en abierto como en el fútbol: no había dinero. Y se retiraron las empresas (no todas), los toros se quedaron en el campo, se retiraron los toreros figura (casi todos), y la Fiesta se quedó sin primera fila. Algo toreó Enrique Ponce y algo menos, El Juli.  

Entonces, los toreros postergados y los empresarios independientes llenaron el hueco que quedaba. Algún diestro alcanzó el rango de figura, Emilio de Justo, y algún empresario demostró que había renovación empresarial, José María Garzón. 

Pero así como no hay fútbol sin primera división, no hay fiesta de los toros sin primera fila. Y Morante de la Puebla asumió el reto. Sin duda había percibido un peligro definitivo, ni la guerra civil había cortado el hilo del toreo. Su análisis de la situación debió de ser muy meditado. Porque abandonó a sus apoderados, la Casa Matilla, una de las más poderosas y solventes del toreo. No se supo el porqué, ni nadie lo analizó. Más tarde, el tiempo lo explicaría. Morante había decidido mantener encendida la llama de la Fiesta. Y su solución no era empresarial. Era torera: se basaba en un solo artículo de fe: yo, mi toreo y el toro, podemos. Desde luego, fue un convencimiento muy personal. Pero se sentía figura. Se sabía dueño de un acervo taurino sin igual. Supo que tenía fuerzas para salvar la Fiesta. Y eligió la soledad, la misma de todas las tardes cuando cita al toro.

¿Qué hizo? Hacer todo lo contrario de lo que las figuras habían hecho hasta ese momento. Tendió la mano a todos los toreros, los importantes y los no colocados. Toreó con todos. Y tendió la mano a todas las ganaderías, las duras y las maduras. Y pudo con todas. Y toreó en todo tipo de plazas, las grandes y las chicas. Y triunfó en todas. Y mantuvo la llama encendida. Porque la Fiesta, abandonada por los grandes medios de masas y dejada a la intemperie por un gobierno que no apoya a la tauromaquia, tuvo la suerte de encontrarse en aquella trampa del camino con un torero. El torero.

Por supuesto, Morante jugó la partida con ventaja. Reunía las tres virtudes cardinales que Antonio Ordóñez exigía a una figura del toreo: el valor, la maestría y el arte. Las tres en grado sumo. El valor, porque basa su toreo en la apuesta y el aguante. La apuesta es de uso infrecuente en los toreros veteranos, suele prodigarse en los toreros aspirantes a un sitio en la cumbre. Y el aguante, impuesto como norma torera por Manolete, es menos común todavía en esta época de toros que permiten pensar y de toreros que disimulan su prudencia con mucha técnica, pero el de la Puebla aguanta al toro incierto y lo desengaña. La maestría, porque Morante no es un estilista de los que torea al toro que regala embestidas, sino un profundo conocedor que descubre sus intenciones antes de que las manifieste, lo que le permite elegir terrenos, imponer distancias, presentar los engaños sin que la técnica se note, como por arte de magia. Y el arte, porque su arte es tan exquisito como el del mejor estilista. Con la diferencia de que no se manifiesta al margen del toro, sino que es el toro quien se lo inspira.

Por eso, Morante es el artífice de la faena abierta, nacida de un profundo diálogo con la bravura, construída en complicidad absoluta con el bravo o el mansurrón: siempre la respuesta inspirada a la embestida más impensada, siempre la faena distinta, siempre irrepetible. Torero étnico, máximo exponente de la escuela sevillana, su repertorio es inmenso, resucita las suertes en desuso y convierte en inusuales las suertes al uso. Es el único torero cuya variedad no perjudica a la intensidad de su arte. Torea con la hondura de un torero corto y es, quizá, el torero más largo de la historia. Le he visto picar con estilo en el campo –creo que también en la plaza, una tarde en San Sebastián de los Reyes-, es el mejor y más largo capotero, banderillea con clase –un día, en Jeréz, le vi parear con banderillas de bullón-, es un muletero genial, y cuando cuaja a un toro lo mata con pureza. 

El propósito sintético de estas líneas no permite abordar detenidamente la tauromaquia de Morante. Están escritas con un solo motivo: dejar muy claro que en estos tiempos de importantes figuras es la primera figura.

Nota final: algunos datos complementarios. Fíjese el aficionado cómo pican los picadores de Morante: puyazos de una sola trayectoria, sin recargas y sin barrenar. Fíjese en los rehiletes de sus banderilleros: banderillas fijas y retráctiles (tradición e innovación). Finalmente, informo al aficionado que Morante es el torero que habiendo probado todos los útiles innovados del toreo, aún no reglamentados, ha reflexionado e influido en su perfeccionamiento.   

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