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Evocación de Andrés Vázquez

A Jimena, hija de Andrés, gran señora, maravillosa aficionada

Fue un gran torero. Esa afirmación y ese título son suficientes. Ha muerto el 17 de junio, un día antes de que pudiera celebrar al aniversario de su alternativa, que sucedió hace 62 años en Guijuelo (Salamanca), en la plaza donde, dos días después, otro gran torero, El Capea, matará dos toros para celebrar el cincuentenario de la suya. Pasa el tiempo.

A los aficionados, los toreros nos rejuvenecen y nos envejecen. Muere Andrés Vázquez y yo recuerdo cuando era un chaval muy adicto a la plaza de Vista Alegre. Allí vi debutar al torero de Villalpando (Zamora). Ya no se apodaba El Nono. Ya no era un capa curtido por los pueblos de Castilla. El torero que descubrí en el coso de Carabanchel, Andrés Vázquez, tampoco era un novillero. Era, increíblemente, un maestro. Estaba en el escalafón novilleril pero era un matador de toros como la copa de un pino. Por eso, un tiempo después, cuando debutó en Las Ventas, repitió sin interrupción no sé cuántos domingos. Y por eso tomó la alternativa con fuerza. Y los grandes del toreo, por ejemplo Antonio Bienvenida y Antonio Ordóñez, le dieron sitio. Y años después, cuando traté a ambos, me confirmaron su respeto por el maestro Zamorano.

Lo que a mi me gustaba de Andrés Vázquez era la perfección del trazo, tanto con el capote como con la muleta, la elegancia de la suerte bien templada, alargada,  compuesta sin componer y rematada con regusto. Andrés embriagaba las embestidas, las poseía, las toreaba y las dibujaba con la perfección de un artista que se regodea mientras crea. 

Era un hombre rústico, sin formación cultural, con inteligencia campera. Una base que no me parecía suficiente para explicar el refinamiento de su toreo. Ese aroma elegante y seco, la natural, exacta colocación ante el toro, la inteligencia disfrutando de la bravura, ¿de dónde venían? Un día cené con él en el restaurante de Wellington y con una periodista de Life. Me sorprendió su naturalidad, su señorío, la claridad con que explicaba el toreo a quien no lo había visto en su vida. Recordé la frase de Belmonte, “se torea como se es”. 

Años después, cuando Andrés había sido figura, competido con los grandes de su tiempo, lanzado a la palestra los toros de Victorino Martín, toreado mano a mano con Antonio Bienvenida en Las Ventas. Y más tarde, cuando ya tenía discípulos, comprendí que ese artista rural que es el torero se plantea los mismos problemas estéticos que el poeta, el pintor, el músico. La diferencia entre el torero y los otros creadores estriba en que el toreo es un arte anterior a la cultura. Los griegos primitivos llamaban arts al yelmo y el escudo, equivalentes a la capa y la muleta, porque se podía combatir con arte, como hoy se puede torear con arte. Y luego, después, vinieron las artes. De manera que el toreo forma al torero, como la escritura al escritor.

Luego Andrés se hizo viejo y ya no le traté. No me gustan los viejos. Están resentidos contra el tiempo, un toro que no se puede torear. Su obra, sobre todo la de los toreros, se les ha ido de las manos, la ha vencido el olvido. No es mi caso. Me memoria recupera el lance elegante, el muletazo profundo, la castellana naturalidad de aquel gran torero Zamorano de mi juventud. Eso sí, con su muerte muere una parte de nuestra afición. Descansa en paz, Andrés.     

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