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FERIA DE SAN ISIDRO – El Juli, un presente glorioso. Rufo, un futuro ilusionante

Fotos Alberto Simón/Plaza1-Alfredo Arévalo

El Juli, un presente glorioso

Rufo, un futuro ilusionante

Hay que archivar las orejas como el premió que calibra el buen toreo. El Juli es, por el momento y quizá definitivamente, el gran triunfador de San Isidro. Pero en dos corridas solo ha cortado una oreja. El día de La Quinta debieron ser cuatro, una se la robó el presidente y dos, sus pinchazos con la espada. En otros tiempos, cuando había más aficionados y la plaza era menos intransigente, las habría cortado. Y hoy, en la buena corrida de Justo Hernández, ha perdido otras dos, por culpa de dos pinchazos y porque una se la ha robado el presidente en pleno incumplimiento del reglamento vigente. Darle poder a un incompetente tiene esas cosas.

Pero hablemos de El Juli. A un torancón con 613 kilos y más alto que un autobús de dos pisos lo ha toreado a la verónica con las manos bajas, como Victoriano de la Serna, y con un temple despacioso cuyo secreto le pertenece a El Juli. No he visto a nadie torear tan despacio de salida, ni hacerse dueño de la embestida de un toro acariciándola, sujetándola, frenándola hasta casi detenerla y deslizarla con cariño en el remate para que vuelva y goce de la inefable música del toreo. Vivimos un tiempo extraño, los toros son inmensos, sus cuernos inacabables, su bravura insospechada, los públicos rugen de pasión y sensibilidad, pero luego nadie jerarquiza lo que ha pasado. ¿Qué toreo a la verónica he tenido tanto temple como el realizado hoy por El Juli en Las Ventas? Los ha habido y los hay con más arte o más magia, pero con ese temple y esa naturalidad, no.

¿Y qué decir de su toreo de muleta? Si un herrero ablanda los metales, un torero templa la embestida crispada. Convierte la violencia en cadencia, el grito en música, la agresión en armonía. A esa maestría ha llegado El Juli después de un largo proceso. Primero fue un niño prodigio que toreaba bonito, después un joven maestro dueño de un repertorio ilimitado en los tres tercios de la lidia, más tarde un torero profundo, más esencial, abelmontado, y finalmente, el rey del temple. Nadie torea tan despacio a toros de comportamiento y viveza tan variados. De su faena al cuarto de la tarde no voy a escribir ni una línea. Si no la han visto, véanla en Canal Toros, porque si no creerían que miento.

Otro que torea despacio, como hoy gusta más que nunca, como hoy lo demandan toros que aúnan bravura y clase insospechadas hace solo dos décadas, es Tomás Rufo. Un toricantano muy especial, que en su primera temporada como matador en la primera fila se ha entretenido en abrir la Puerta del Príncipe y la Puerta Grande. Pero más importante que esos dos casi imposibles logros es su manera de torear. O sea: la elegancia no buscada, el valor no manifestado, la inteligencia no exhibida, cualidades difíciles de atesorar y muy tempranas en este diestro toledano. Aunque no se parecen, lo identifica con su paisano Domingo Ortega su prematura maestría y su capacidad para envolver con su capote las primeras embestidas y domarlas, adormecerlas, templarlas. Y no digo más. Consigno que cortó dos merecidas orejas y salió por la Puerta Grande.

De Alejandro Talavante, torero al que admiro, hoy no quiero hablar, porque no parecía Talavante sino un torero que imitaba a Talavante. Los toreros geniales son así de raros.

Enhorabuena a Justo Hernández. Ha conseguido un toro que se emplea en varas y dura en la muleta, que es grandón y con muchos kilos y se mueve como un torito vareado, que no es muy guapo de hechuras y embiste como si lo fuera, que compensa la casta con la fijeza, y su espontánea informalidad con la brava obediencia a los engaños. Garcigrande o Domingo Hernández, qué más da, ya no es una ganadería sino un encaste. El encaste más bravo del siglo XXI.

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