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HISTORIA – ​Evocación de MANOLETE

por José Carlos Arévalo

Un día como hoy, hace 75 años, en la Plaza de Toros de Linares, el toro “Islero”, de Miura, mató a Manuel Rodríguez “Manolete”, torero prodigioso, arquitecto de la faena de muleta moderna, los muletazos ligados en redondo, en series de intensa reunión. Encarnó el mito del torero para todos los aficionados y para los que no lo son, para los españoles y para todos los habitantes de los países del toro. Su fama atravesó las fronteras de un planeta en guerra y más de siete décadas de olvido sin olvidarle. Las siguientes palabras sobre el torero de Córdoba pertenecen a un libro que todavía no he decidido publicar, “El toreo, de Belmonte a Morante”. 

Manuel Rodríguez “Manolete”

Manolete, paradigma del héroe. Del héroe silencioso, natural, ejemplar sin querer serlo, majestuoso sin pretenderlo, inconsciente de su diferencia. Con Manolete se rompió el molde, no se parecía a nadie. Su porte, un ciprés seco. Un triángulo egipcio, su rostro.  Una mirada triste, inteligente, de predestinado. Y una quietud impávida ante el toro, un andar calmo al salir de la suerte.

Su singularidad física fue tan imprevista como su arte. A la persona real se le había superpuesto su fantasma imaginario, ese yo magnífico que todos llevamos dentro y que nunca sale afuera. “Esqueleto inmutable del toreo”, así lo llamó, postreramente, Pepe Alameda. 

Aunque inició su andadura poco antes de la guerra civil, no era un torero de la Edad de Plata, de deslumbrante destreza o desinhibida personalidad, sino el torero que la hereda, la cierrra y abre una nueva época. Su tauromaquia fue la exacta para un país que había sufrido el horror de la guerra y estaba rodeado por la guerra, con próximos países masacrados por máquinas bélicas, razas esquilmadas, millones de humanos destruídos en todo el planeta. Aquel ir al toro hasta la frontera misma de la muerte, el aguante de estoica estatua, la desnuda verdad de su toreo desprovisto de adornos y jactancia, tenían un pálpito conmovedor y ejemplar. Era la tauromaquia de un tiempo acongojado por la compañía cotidiana del miedo sórdido, concreto, que admira la callada entrega del héroe. Pues en aquellos años los hubo, de todo pelaje.

Cada tiempo tiene su paradigma, y en el planeta de los toros, al torero que mejor lo expresa se le nombra torero de época. Es el hombre que revela ante el toro, con el toro, el sentimiento profundo del presente. Todos lo admiran. En España, vencedores exhultantes y vencidos humillados. En la América hispana, públicos de cada país y exiliados españoles. Y en el resto del mundo, sin haberlo visto en vivo, sin mercadotecnia que lo vendiera, es un ídolo global. Cuando los norteamericanos lo vieron en los noticiarios, le llamaron  “the monster”, en coincidencia con la afición española que también le había otorgado el hiperbólico título de “Monstruo”.    

El rigor del lenguaje popular es de una exactitud sorprendente. A Belmonte le llamaron “Terremoto” porque destruyó los cimientos del toreo y fundó otros. Y a Manolete le dijeron “Monstruo” porque sobre la base belmontina de parar, templar y mandar extremó la utopía gallista de ligar el toreo en redondo hasta el punto de llevarlo a un extremo inimaginable, una monstruosidad: permanecer acoplado a las embestidas del toro mediante un toreo en espiral asfixiante, algo inédito, inconcebible. 

Manolete cambia la estructura narrativa de la faena. Ya no es, como en las tauromaquias anteriores, un diálogo de preguntas y respuestas, las que hace el torero en sus cites, las que el toro responde con sus embestidas. Ya no hay indagación, ni sitio para la improvisación o la imaginación. La maestría y la inspiración se ocultan bajo la impávida apuesta, y a la inspiración improvisada de otros diestros impone el mando de su faena premeditada, que no peca de soberbia porque es emocionante e incierta, porque su toreo ligado en redondo exige audacia inicial y aguante postrero. Audacia para llegar tan cerca a la cara del toro y aguante para permanecer dentro de la suerte a lo largo de una espiral de pases ligados, segmentados en series. La cuadratura de su su toreo con la flámula se convierte en la estructura canónica de la faena de muleta, construida en tres tiempos. 

Inicio de la faena: toreo por alto (estatuarios ceñidos, gélidos) que alivia y  da confianza al astado, informa al torero de su franquía por los dos pitones y mide el trayecto de su embestida, si se revuelve codicioso o si su viaje es más largo y toma distancia para regresar a la suerte. Centro de la faena: series ligadas en redondo, por naturales o derechazos, la intensidad del toreo ligado en redondo, emocionante por la proximidad del torero al toro, de tal forma que este siempre embiste. Final de faena: alivio y estímulo al cornupeta mediante un toreo por alto, como al principio, con manoletinas emocionantes que, después del duro toreo obligado por bajo, los desahogan por alto y lo preparan para la estocada. Esta la ejecuta con mucha pureza, sin salirse de su línea, ceñidísimo en el cruce con la embestida final. Los tres tiempos de la faena manoletista los cumplirán en adelante todos los toreros. Con las variantes que se quiera, con repertorios más amplios y nexos de unión de varia inspiración entre las series. Pero todas, abslutamente todas las faenas de muleta repetirán la estructura narrativa innovada por el monstruo de Córdoba, así como todo el toreo se ejecutó a partir del terremoto de Triana bajo el cumplimiento de los cánones parar, templar y mandar.

Manolete da una respuesta exacta al toro de su tiempo. Debe llegarle muy cerca, a la cara, porque sus embestidas son, por lo general, cortas y poco humilladas. Para el toreo natural, ya sea con la derecha o con la izquierda, cita en corto y con la muleta algo retrasada de modo que la breve, poco entregada embestida, llegue hasta el remate del muletazo. Esa proximidad del cite enciende la emoción, y la prolonga el ceñimiento de la embestida al cuerpo del torero, quien al final del pase gira sobre si mismo permaneciendo en su sitio o ganando un paso, siempre dentro de la suerte, para que la emoción conmocione, y el toro, viendo accesible la presa, persevere en su acoso.

Los pases, aunque de reducido y angustioso fraseo, se convertirán en versos cortos e intensos, y ligados construirán las estrofas de una faena poemática cuyo final intenso se rubrica con una mortal fusión de torero y toro en la catártica suerte suprema que, por lo general, libera al torero de la muerte prometida por el toro en cada pase, o lo hiere o lo mata, como le sucedió a Manolete en Linares cuando estoqueaba a “Islero”. 

La faena manoletista tiene dos lecturas, una poética y otra taurómaca. La poética manoletista se funda en un acople estoico, sostenido, el estar del torero y el toro fundidos en el toreo ligado en redondo, expresión viva de la armonía de contrarios, una apariencia de acuerdo inaudito, irreal -hasta Manolete casi irrealizable- entre la agresividad animal y la razón humana, una armonía contra natura, el acuerdo de la violencia que embiste y la cadencia que torea, la dilatada conjunción que desemboca en un éxtasis sucedido al borde del abismo: la cornada presentida en cada pase, la muerte prometida en cada cite. Así es el arte de lo sublime: la armonía del miedo y el valor  humano unido a la desazón del animal y su bravura. Ligar, el cuarto canon que Chicuelo añadió a los tres cánones belmontinos, es un verbo que Manolete conjuga como si fuera una una coreografía sagrada: une lo que estaba desunido, liga, acuerda la violencia y el arte. De la palabra latina religare deriva la palabra religión, la voz que une lo desunido, así como el torero recibe la violencia y la une a la armonía. Con el cordobés el toreo es un arte que roza el misterio.

La segunda lectura funde las reglas de la tauromaquia con la dicción estética del toreo. La tauromaquia se basa en el encuentro de dos líneas, una vertical, el torero, y otra horizontal, el toro. La primera manda, la segunda lucha.Y cuando la embestida recta del toro se hace curva porque se lo ordena el mando del torero, empieza la faena manoletista. Un trasteo posible por el toro con que Manolete se encuentra, un animal bravío, joven, una bomba de dopamina, y ligero, sin el handicap de una romana que lo frene. Aquel toro era pronto, pero de bravura no rematada (8). Acude presto y pasa con movilidad, no siempre con celo. Y como pasar no es embestir, al comienzo de la faena los dos polos del toreo, el torero y el toro, están separados. Y el artista lo pone en evidencia por estatuarios impávidos, en los que afirma su quietud vertical, comprueba la entrega del toro, mide su rectitud, explica al público que los dos términos del toreo están separados, que el toro confía en su ataque y el torero en su mando: cada uno es dueño de sí mismo. Pero como el torero es quien hace el toreo, piensa, calibra a la distancia en que el toro acude y su fijeza por uno y otro pitón, y, al no obligarlo mediante ese muletazo por alto, de pronta expulsión, estimula su embestida y enardece al público con su heroica firmeza.

En la segunda fase de la faena llega la unión, la difícil fusión entre un torero poderoso y un toro pronto, de bravura no rematada, que exige al diestro una superior entrega: la distancia corta, la colocación casi encima del pitón, la muleta presentada con desnuda sinceridad, dejando que el toro elija, si el torero o el engaño. Hay mucha verdad en el toreo perfilado de Manolete aunque los aficionados de un tiempo anterior no lo reconozcan, ni tampoco los de nuestros días: ambos ven el toreo con toros muy distintos. Y la prueba del error de quienes lo juzgan desde su pasado o desde el futuro la da el público de su tiempo,  el que vio a Manolete en la plaza y al toro que se encontró, conmocionado, desfondado por un toreo que, como todo el toreo, el que precedió al cordobés y el que le prosiguió, era irrepetible. Y, como ambos, desde el toreo los principios hasta el de hoy mismo, revela el acuerdo inaudito entre la violencia de la embestida y la cadencia del toreo, la inefable armonía  del caos y el orden unidos por el arte, una emoción catarquica que el Monstruo, fundador del toreo seriado en espiral, llevó a su máxima expresión. En el tratamiento de las series radica su clave dramática.

Nunca las remata por alto, con el obligado pase de pecho que supondría un respiro para el torero, para el toro y para el público. Es como si quisiera que la llama de la emoción no se apague y siga ardiendo. De modo que las enlaza mediante un nexo de unión que puede ser la trinchera o un molinete sui generis con la izquierda, conjunciones de una sintaxis en la que ni el torero ni el toro salen del trance. Y solo cuando el animal ha entregado toda su bravura y no admite un muletazo más por bajo, llega la parte final de la faena, otra vez por alto, mediante manoletinas que emocionan por su ceñimiento y alivian al toro, el cual deja de humillar y queda listo, con el cuello descolgado y su respiración restaurada, para la estocda, una muerte emocionante porque el toro ha cogido aire y el torero apenas desvía de su cuerpo la muleta en el cruce con la embestida final, la más letal para el torero. 

LA MANOLETINA DEL PINTOR DIEGO RAMOS

Así pues, una faena en tres actos: Primero, los dos polos del toreo separados. Segundo, fusión de torero y toro. Y tercero, leve expulsión mediante ceñidas manoletinas y fusión definitiva en la estocada. Y así siempre. Sea el toro que fuere. Es decir, la negación de que cada toro tiene su lidia y la afirmación de que a todos los toros, de cualquier comportamiento, se les puede imponer la misma faena. ¿Monotonía? Todo lo contrario: promesa cumplida de que siempre se ejecutará el toreo esencial, de ahí la emoción y fascinación desaforadas del público y el cumplimiento de la profecía belmontina: llegará un torero que hará faena a todos los toros. 

(8) Los documentos fílmicos de la época suelen mostrar un toro vivaz y terciado, pero de embestida corta y a media altura.

A partir del Monstruo, todos los toreros, con mayor o menor variedad de repertorio, cumplieron la narrativa manoletista: no hay faena si no hay toreo ligado en redondo, seriado en tandas que son el hondón de la faena. 

Solo nueve años duró la carrera de Manolete como matador de toros. Sobrecogió y apasionó a un mundo para el que la muerte era parte de la familia. Descubrió que se la puede vencer, una y otra vez, con valor, pero que al final ella siempre gana. Su cogida mortal en Linares lo ratificó y mitificó. La fama de ningún torero nunca ha vencido al tiempo durante tanto tiempo. Hoy es más famoso que todos los toreros famosos del presente. Ahora lo evoco con las palabras postreras del poeta Pepe Alameda:

Estás tan fijo ya, tan alejado,

Que la mano del Greco no podría

Dar más profundidad, más lejanía 

A tu sombra de mártir expoliado.

Te veo ante tu Dios, el toro al lado,

En un ruedo sin límites, sin día,

A ti que eras una epifanía

Y hoy eres un estoque abandonado.

Bajo el hueso amarillo de la frente, 

Tus ojos ya sin ojos, sin deseo,

Radiográfico, mítico, ascendente,

Fiel a ti mismo, de perfil te veo,

Como ya te verás eternamente,

Esqueleto inmutable del toreo.          

 

Pero detrás del mito siempre hay una persona. ¿Cómo era Manuel Rodríguez? A setenta y cuatro años vista es imposible saberlo, no queda otro remedio que suponerlo. Puede ser que el artista y su vida sean indivisibles. Si Manolete era un genio, entonces Manuel Rodríguez debía de ser un tipo fuera de serie. No conozco su intimidad. Tan solo unos pocos datos externos y alguna confidencia de quien lo trató. Tengo una referencia, la de Pepe Dominguín, que fue amigo suyo. Me dijo que era inteligente y tímido. Vivía dentro del toreo. Por ejemplo, no conocía la noche. Y un día, Pepe lo llevó a Casablanca, una boite en la plaza madrileña del Rey. Se hicieron asíduos y al más mundano y culto de los dominguines le encantó la naturalidad y buena relación que tuvo con mujeres epatadas por su fama y enternecidas por su trato afable. Es solo algo anecdótico, pero confirma que, como todo hombre grande, Manuel era sencillo. Dicen que sin querer ponía a cada uno en su sitio y a todos les daba sitio. Se sabe que había hecho la guerra en el bando nacional, donde combatió gente de todo pelaje, como en el bando republicano, algo obvio pero hoy escandaloso, la doble memoria de los españoles uniformiza el pasado en buenos y malos. Pero la realidad de la vida es más compleja y la mutua demonización de unos y otros la falsifica. Se sabe que Manolete era un hombre liberal. Hizo pareja con la actriz Lupe Sino, mucho antes de que la pareja fuera una unión aceptada por aquella rancia sociedad con talante de cuartel y misantrópica religiosidad.

Fue un torero comprometido en el ruedo y un espectador distante de la vida, casi un turista de su tiempo. Los toreros son los auténticos turistas de las plazas donde torean y miran a los aficionados locales más asombrados que los turistas de verdad. No es erróneo pensar que Manolete fuera, como todos los toreros y casi todos los artistas, un lúcido desclasado, un espectador de la vida y sí, un turista de su propio país, como lo fue Luis Miguel. Aquí se codeó con la élite más conservadora, en la que había tipos estupendos, como Antonio Pérez-Tabernero y Álvaro Domecq. Y cuando se fue a México, con los españoles exiliados, entre ellos con otro tipo estupendo, Indalecio Prieto, socialdemócrata y crítico de toros. Es de suponer que de no haber muerto en Linares hubiera acabado en México, donde se respiraba aire libre y habría vivido con Lupe, la mujer de su vida. Pero el destino jugó a la contra. Mitificó al torero genial y mató a un hombre bueno. Para la Fiesta resucita todas las tardes, cada vez que un torero se echa la muleta a la izquierda y liga el toreo en redondo.    

 

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