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El Sector

LA COMUNICACION – El silencio contra el toreo

por José Carlos Arévalo

Alarma. Daniel Luque ha hecho una de las mejores faenas de muleta en lo que va de siglo. En la plaza quizá la vieron 6 mil personas, y por Mundotoro TV, solo para abonados, 20 mil telespectadores en todo el mundo taurino. Extraño, la campaña del sevillano en 2022 fue arrolladora. La Maestranza debió llenarse. ¿Por qué no fue así?

Por San Jorge, en Zaragoza, la plaza de La Misericordia presentó dos entradas desoladoras. Con dos carteles no rematados, es cierto. Pero en la segunda corrida actuaba Daniel Luque, dos días después de su cenital triunfo sevillano. ¿Lo sabía la afición maña?

La pretemporada madrileña -los festejos previos a San Isidro- ha muerto. En una ciudad con 3 millones de habitantes y los fines de semana con un flujo de casi un millón de visitantes, los festejos de Las Ventas apenas promedian 5 mil espectadores, invitados incluidos. ¿Cómo se explica semejante desinterés?

Dos anécdotas.  La primera: Sevilla, un restaurante en la calle Cuna, en el corazón de la ciudad. Dos semanas antes de la Feria de Abril. A la mesa, Olga Holguín, fotógrafa taurina, Álvaro Acevedo, crítico taurino, y el que suscribe. Tema de la conversación: la Fiesta está fuera de la sociedad. Para salir de dudas, Álvaro pregunta a una camarera si sabe quiénes son Morante y Roca Rey. Ni idea. Por si las moscas, pregunta después a un camarero. De Roca rey, cero; de Morante cree que es un actor cómico. Tela. La segunda: Feria de San Miguel. El día en que Roger Federer se retira del tenis, Morante de la Puebla hace un faenón histórico en la Maestranza. Al día siguiente, Federer a portada en todos los periódicos de cobertura nacional. Morante, en ninguna. Clamoroso.

Posible explicación. Vivimos en una sociedad informada, (y desinformada). Lo que no existe en la televisión, medio rey, deja de existir. Desde que empezó el siglo, las corridas han dejado de transmitirse en abierto por las televisiones generalistas de cobertura nacional. Y la tauromaquia no existe para los informativos. ¿Por qué las redacciones han decidido que no se debe informar sobre las corridas de toros? 

El enemigo interior. Uno: durante toda la segunda parte del pasado siglo, los críticos de toros más influyentes sentenciaron, un día sí y otro también, que la Fiesta era un fraude. Y no era cierto. Había lacras y gestas, toreros malos y toreros buenos, toros mansos y toros bravos. Pero, parece ser, convencieron a sus jefes de que la Fiesta sufría una decadencia terminal. Tampoco era cierto. Es más, el toreo y la bravura conocieron en aquellos años una evolución deslumbrante, con sus ciclos bajos y sus años buenos. Pero deslumbrante. Lo peor de aquella venenosa siembra fue que pervirtió las jerarquías del toreo: los toreros buenos, es decir las figuras, eran los malos, los corruptores, los ventajistas, los populistas que gustan a los que no saben de toros; y unos cuantos toreros mediocres, alguno de buen corte, los puros, los castigados por el “sistema”. Muchos aficionados vivían entonces una ridícula contradicción: llenaban las plazas cuando actuaban los “malos” y no iban a los toros cuando se anunciaban los “buenos”. Resultado: los dueños de la información creyeron a sus expertos y les dieron menos sitio, mucho menos. Igual reacción experimentó la sociedad: se entusiasmaba en las plazas con las grandes faenas, que luego devaluaban porque las devaluaba la crítica. Dejó de admirar el toreo, lo admiró con reservas.  

Dos: Entre todos los empresarios hubo uno que tomó nota: Manolo Chopera. No se planteó cómo responder al desfavorable estado de opinión creado por la crítica y los “buenos” aficionados. Y, mucho menos, se propuso enfrentarse al incipiente alud animalista. Pragmático, su respuesta fue estrictamente taurina. Supo que las fiestas patronales eran la última trinchera del toreo. Y fortificó las ferias. En Madrid, por ejemplo, más que duplicó San Isidro. Elevó el número de abonados hasta casi el aforo completo de la plaza y la feria pasó de quince festejos hasta casi treinta. Mejoró la programación post-San Isidro hasta finales de julio, cuando Madrid se convierte en desierto, y mantuvo el tono en la Feria de Otoño. Además, apoyó sustancialmente la Escuela Taurina de Madrid emprendida por Martín-Arranz. A la par, construía Illumbe, el nuevo coso de San Sebastián, y la nueva plaza de Logroño. Pero Manolo Chopera fue un caso único. Salvo Simón Casas, en Nîmes, y Pierre Molas, en Dax, impulsores de un despegue deslumbrante de la tauromaquia en Francia, el resto del empresariado fue incapaz de renovar la programación taurina y, mucho menos, de responder a la campaña global contra la Fiesta. No supieron organizar el sector taurino a la altura de los tiempos, siempre en manos de la Administración del Estado, y ni siquiera se plantearon un gabinete de expertos para neutralizar el “relato” antitaurino que el movimiento animalista internacional acosaba en la sombra. La anémica “mesa del toro” se deshizo como un castillo de naipes.         

El enemigo exterior. Por supuesto, para que la Fiesta se recluyera en el gueto donde se encuentra hizo falta el ataque exterior. Hizo falta Walt Disney, las cartas de protesta de los animalistas apiladas en la mesa del director de TV, las amenazantes misivas, confirmadas por los departamentos de publicidad, a los anunciantes en las transmisiones de corridas. Pero esta verdadera causa no trascendió. Por el contrario, se adujo una censura políticamente correcta, el inmaculado horario infantil, que casaba a la perfección con  la forja de un manipulado y extendido complejo de culpa en torno al animal. Así, el mascotista emergente creyó que poner banderillas a un toro era como clavárselas a su perrito. Se ignoró que el ser humano mantiene una plural relación con los animales, no es la misma con un gatito que con un cocodrilo, ni con una ovejita que con un toro bravo. Se despreció la sentencia del aficionado, “el toro bravo no se duele al castigo”, hoy ratificada por la investigación biológica y fisiológica del toro de lidia. Y se impuso una estrafalaria contradicción cultural, una moral veganista que no abolió la ancestral conducta omnívora del hombre, porque a todos nos gusta el jamón ibérico y ver torear.  Pero si persiste la afición española a jugar con el toro (18 mil festejos populares al año) y la de presenciar la lidia de toros (más de mil festejos mayores al año), la Fiesta está socialmente en entredicho y el animalismo antitaurino ampliamente legitimado. Curiosamente, sus presupuestos ideológicos, fácilmente desmontables, han penetrado en parte de la sociedad impunemente, sin la menor respuesta local, ni por supuesto de los medios informativos. Obviamente, el pensamiento animalista también ha calado  en dichos medios. Sabe de su decisiva influencia en una sociedad muy informada pero que piensa muy poco y por lo general no se aclara. De ellos ha conseguido un logro singularmente antiperiodístico: el silencio informativo. Un silencio inexplicable, pues la Fiesta es, a pesar de su ocultación mediática, el segundo espectáculo de masas en España. Y la diana central de ese silencio es el torero, el autor del toreo.

El torero invisibilizadoEn el siglo XVIII emergía una figura popular muy antigua, procedente de dos células sociales: la cuadrilla agrícola temporera y de la partida caballeresca. Pero la cuadrilla de toreros era a la vez muy moderna. Con su jefe, el matador, se había emancipado de su servidumbre al caballero, al tiempo que el villano ascendía a ciudadano. El torero abandonó el vasallaje laboral y fue el primer autónomo de España y el creador del mercado taurino, a la vez que la ganadería de bravo pasaba de las órdenes religiosas y de la nobleza a manos del ganadero burgués e industrioso. Su condición interclasista, de origen humilde y aceptado en Palacio, su inigualable estatus de torero con derecho de muerte (la del mítico toro ibérico) y su liberación del engranaje laboral al convertir su oficio en arte, lo ascendieron a desclasado y transversal ídolo (ídolo = idea = ideal) de masas. Y a partir de entonces, y hasta nuestros días, la sociedad mitificó figura del torero. Su oficio entraña una cualidad diferencial: el torero es el único artista que se obliga a comprometer su vida con su obra, en cada lance, en cada pase, en la suerte de matar. Y así fue y así es. Incluso ahora, cuando los medios informativos han decidido silenciar sus hechos. Para desterrar al torero de la sociedad, para invisibilizarlo. 

De hecho, las razones de esta censura son dos. Una, el dogma animalista, que consiente o al menos no ataca el sacrificio animal si su práctica se oculta, pero condena su práctica libre, como la caza y la tauromaquia. Y otra, el dogma colectivista de la izquierda totalitaria, a la que repugna la exaltación del individuo como principio social. Desconoce que frente a la identidad colectiva de los animales, el humano es el único ser vivo individual y, por tanto, con derecho a nombre propio. Y tampoco sabe que el hombre se lo ha otorgado, desde hace siglos, al toro bravo. Pero estas líneas no quieren entrar ahora a ese trapo, pues su objeto no pretende abordar la riqueza antropológica de la tauromaquia. Su preocupación es más pragmática: los perjuicios para la Fiesta provocados por la invisibilidad del torero.

El torero, un ídolo popular silenciado. En el arte escénico de la lidia, el toro pone la embestida y el torero, el toreo. Él hace las suertes, él inventó la última tauromaquia, el toreo de a pie, él mejora o empeora las prestaciones del toro. Él es el autor, y el toro, la misteriosa materia de su arte. La gente (el aficionado y el espectador más o menos ocasional) lo tiene muy claro, va a los toros a ver torear, lo que hacen los toreros. Y por tanto, elige los carteles en función de los diestros anunciados. Conviene decirlo, porque el  aficionado presuntuoso suele afirmar que el protagonista del toreo es su coprotagonista, el toro. Y alegan que sin toro no habría tauromaquia. Pero olvidan que sin torero, tampoco.

A pesar de la disensión entre el aficionado normal y el aficionado superferolítico, así eran las cosas hasta que se propagó el silencio mediático. Hoy solo los aficionados conocen la valía de todos y cada uno de los toreros. Pero nunca los aficionados han llenado las plazas. Esa misión correspondía a las figuras, que por sus hechos en el ruedo y por su fama mediática, congregaban también al gran público. Y unos y otros sabían lo que iban a ver. Entonces, había figuras que con su sola presencia llenaban los cosos, porque la prensa los divulgaba y la sociedad los conocía, y hoy se necesitan tres para lograrlo, porque solo los conoce la minoría de aficionados. Había “toreros novedad”, rápidamente divulgados y repentinamente taquilleros, los mismo que hoy se desconocen y torean poco y cobran poco porque no llevan a nadie. Y había grandes toreros que casi nunca alcanzaron el rango de figura pero que daban vitola a los carteles, aunque los hay muy buenos. Hoy van a los toros todos los aficionados y menos público porque la gente ignora todo de los toreros. Se salvan de este esquema José Tomás, un genio automarginado, que cuando torea siempre llena la plaza; Morante de la Puebla, un genio que torea al sistema dentro del sistema; y Roca Rey, un futuro genio que desde su doctorado pone por sí solo el “no hay billetes” casi todas las tardes. Pero el resto es silencio.  

El silencio de los medios ha conseguido hacer de un ídolo popular un actor desconocido, invisible para la sociedad que lo creó y hoy impunemente vituperado por la molicie antitaurina. Silenciar al torero  es el primer problema de la Fiesta. Su nociva incidencia provoca casos como el de Daniel Luque en Sevilla (el público, elque llena las plazas, nada sabe de sus dos últimas y arrolladoras temporadas), o como su ignorancia absoluta sobre los toreros anunciados determina el vacío de la miniferia de San Jorge en Zaragoza. Y mucho menos, conoce la oferta de los novilleros que protagonizan la pobre pretemporada de Madrid.

¿Quiénes serán y cómo lograrán romper el nudo de silencio culpable de recluir a una Fiesta en un gueto que no por populoso deja de ser un gueto? Por el momento es imposible responder a la pregunta. Y no sirve de consuelo el paradójico hecho de que hay muy buenos toreros y toros muy bravos.

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