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LA COMUNICACION – El veto invisible
El veto invisible
Como leer en el teléfono es un coñazo, le propongo al paciente lector que lo lea por partes. Un día un trozo y otro día el siguiente, pero si le picara la curiosidad y quisiera seguir, se lo ofrezco enterito. Si me he extendido es porque considero necesario que el aficionado conozca cómo actúa el antitaurinismo militante. De todas formas, mil perdones.
1)
Que a una parte de la sociedad (pequeña pero militante) le gustaría que se prohibieran las corridas de toros, es algo que los aficionados no deberíamos ignorar. El hecho de que a la tauromaquia la respalden más de dos mil años no es un logro suficiente. Ahora en una década las cosas cambian más que antes en un siglo. ¿Quién nos iba a decir que en medio siglo nuestra tardía civilización industrial vaciaría el campo español y que las ciudades correrían el peligro de cortar sus vínculos con la cultura y las milenarias costumbres heredadas del agro? ¿Y quién puede atisbar la esperanza de que la civilización tecnológica vuelva a dispersar, gracias a la comunicación y el trabajo virtuales, parte de la población urbana, y que el mundo rural siga vivo y que la humanidad mantenga su unión con la naturaleza? Bueno, al menos es una quimera con posibilidades. La inesperada pandemia lo ha anunciado con la implantación del tele-trabajo.
El juego de los toros es casi tan antiguo como el hombre. Nació antes que la ciudad, y en los pueblos de España permanece intacto, más floreciente que en el pasado: se censan en torno a 18 mil festejos anuales. Pero la última tauromaquia, la corrida de toros, o sea la lidia, es herencia de la cultura rural y surge con la civilización urbana preindustrial. Se forja a partir del siglo XVIII y también es hija de la cultura ilustrada y democrática. La lidia es una creación racional, casi científica, por una parte basada en un método genético que transforma la agresividad innata del bovino no domesticado en bravura, conducta cinética imprescindible para el toreo; y por otra, es un método dividido en dos: el etológico, que indaga la conducta del toro, y el retórico, que convierte el juego del hombre y el animal bravío en un arte escénico de profundo significado: somete a prueba la bravura del animal y la maestría, el valor y el arte del humano: confronta la vida y la muerte y es viable porque la vida sale ganando.
2)
La corrida no es un combate entre el torero y el toro, como creen los antitaurinos urbanitas. No puede serlo entre contendientes desiguales. Plantear si en la lid gana uno u otro carece de sentido porque, como es lógico, siempre gana el torero. La intriga de la lidia se basa en poner a prueba cómo el hombre gana la partida al toro, que en el ruedo es su peligroso destino. Mito y método se funden en esta tauromaquia ilustrada: restaura el combate mítico de la humanidad con la naturaleza en su fase agresiva y expone el método científico y artístico para resolverlo. El torero, hijo de su tiempo, tiempo de la revolución liberal, se libera de su subordinación al caballero y el capeante de las fiestas rurales deja de ser un cuadrillero marginal. Los dos, matador en plaza y capeante rural, se convierten en profesionales autónomos y crean el mercado taurino. A su vez, el ganadero saca al toro agresivo del hábitat compartido con el bovino domesticado e implanta la ganadería de bravo, un hábitat extensivo, acorde con la estructura biológica del animal bravío y sin parangón en la ganadería universal. Fruto del éxito de ambos es la construcción de plazas de toros en todas las ciudades y pueblos de España. Y también fruto del espíritu democrático de su tiempo, el pueblo, sentado en círculo sobre la escena, se convierte en juez supremo de la lidia. Su función no es pasiva como en los estadios deportivos. Juzga a los actores durante la lidia y decide su resultado cuando esta termina: no solo presencia, participa. La plaza de toros circular es hija de la plaza mayor cuyo propietario es el pueblo, del senado que dicta la ley y del teatro de círculo donde el coro co-protagoniza la aventura del héroe.
3)
La construcción de este nuevo arte escénico es una insólita creación colectiva. Del torero que crea y evoluciona la lidia, del ganadero que crea y modela la bravura, y del pueblo que los aprueba o desaprueba y marca la evolución definitiva de la tauromaquia. ¿Por qué este arte escénico extraordinario, la única obra de arte protagonizada por el hombre y el animal, sufre el rechazo de la cultura global –de países que nunca jugaron con el toro- y de parte de la cultura urbana española? Las causas son varias y confluyentes: la moderna ocultación de la muerte; la invisibilidad del millonario sacrificio industrial de los animales; la desviación de la violencia letal hacia la ficción o su delegación en las máquinas que matan a distancia o en los drones que sustituyen a los soldados; una visión disneyana de la fauna que humaniza al animal y animaliza al hombre; un complejo de culpa generalizado, producto de la desregulada explotación humana de la naturaleza; el desconocimiento absoluto de la fiesta que censuran; y, finalmente, el miedo que provoca lo real, y por ende la corrida de toros que es a la vez un hecho imaginario y real, algo inadmisible para los que no han experimentado el psiquismo abismal que impera en la plaza, resultado de la fusión de la vida y la muerte, la del animal que encarna la violencia y el hombre que la torea: exultante victoria de la razón estética sobre la violencia instintiva, la conversión de un riesgo extremo en una sublime obra de arte. Se podría concluir que en la corrida de toros el arte vence a la violencia.
La refutación del abolicionismo no tendría mayor dificultad si el debate se fundara en argumentos éticos, estéticos y ecológicos. Pero el pleito resulta inviable porque el antitaurino no se basa en razones sino en emociones prejuiciosas, presuntamente morales e improcedentes por externas al hecho impugnado. Y sin embargo condenan lo no experimentado. El debate tiene además el inconveniente de confrontar al objetor de la corrida con sus contradicciones, pues solo censura de boquilla la mastodóntica esquilmación industrial de los animales de abasto por necesaria y productiva, frustración que compensa con su ataque a la tauromaquia, y a la caza y pesca deportivas, condenables por sus móviles lúdicos y, por su menor dimensión, menos productivas y necesarias.
4)
En consecuencia, la última estrategia del antitaurinismo es más sutil y sesgada. Se centra en el uso de lo que podríamos llamar “censura invisible”. Para entendernos, la jefatura distante e incorpórea del Gran Dictador, y de sus ilocalizables órdenes -¿de quién, de quiénes, de dónde proceden?- que la sociedad acata sin sentirse reprimida, pues no proceden de ninguna fuente y se manIfiestan en distintos ámbitos, la universidad y la escuela, algunos partidos políticos y la salas de redacción. Unidos todos, antitaurinos, animalistas y misántropos varios, en la negación de un debate que ya no pueden ganar por la inoportuna intervención de la ciencia, que ha demostrado la singularidad biofisiológica del toro de lidia con el descubrimiento de los mecanismos neurohormonales que bloquean su dolor y palían su estrés durante la lidia, hallazgos científicos, luego probatorios que, significativamente, la censura del Gran Dictador ha ocultado a la sociedad, impidiendo su divuLgación. ¿Quién dio la orden? ¿Por qué la dio? Curiosamente, el aficionado tampoco se hizo eco, quizá porque si el toro no supera el dolor, ni el torero su miedo, tema que se dismitifique la corrida, o tal vez porque ya sabía que “el toro bravo no se duele al castigo”.
Además, el antitaurino bien pensante tampoco quiere admitir que a esta evidencia, científicamente probada, se suma a la existencia de un psiquismo inherente a la lidia que destruye las acusaciones de tortura y crueldad por las que condena a la tauromaquia. Un somero análisis del psiquismo taurino desvela que la situación “toro agresivo = hombre en peligro”, en la que asienta el toreo, provoca una irreprimible solidaridad de la especie humana con su semejante en peligro. Circunstancia central de la lidia, pues el toro, desde que sale al ruedo, es el emisor de una violencia letal, y el torero su único receptor. Para torear es imperativo que el torero admita toda la agresividad (le embestida) del toro, que llegue hasta él y le envuelva, único modo de torearla. Más aún, la lidia, para no destruir la ecuación “toro agresivo = hombre en peligro”, gradúa con estricto rigor ético el equilibrio entre el vigor del toro y el peligro asumido por el torero, que va de menos a más, siendo la última suerte (la estocada), cuando el toro “pide” la muerte, la más peligrosa de la tauromaquia. Pero estas evidencias, comprobables todas las tardes de corrida, en todos los toros, en todas las suertes, jamás se esgrimen. Prefiere el Gran Dictador, que censura la divulgación de los argumentos tauromáquicos, dar voz a la zafiedad del antitaurino en las redes y en los medios: torero, asesino.
5)
Si a la tesitura éticamente inatacable de la corrida de toros se suma el hecho de que el hombre ha creado para la raza de lidia un paradigmático ecosistema que respeta la procreación natural, el cumplimiento de todas las edades del bovino y cifra el sacrificio del 6’7 de su población para mantener el equilibrio demográfico de la ganadería, es comprensible que el militantismo antitaurino haya pasado de la confrontación directa al ataque invisible: la ley del silencio.
– En los balances que los medios informativos desglosan para resaltar anualmente los hombres más relevantes y los hechos políticos, culturales, económicos, deportivos y sociales más decisivos, la tauromaquía y sus actores han sido absolutamente expulsados. Es como si la ley del silencio hubiera decretado su no existencia.
– Las fiestas de toros, con cerca de 20 mil espectáculos anuales, ahora depende del Ministerio de Cultura, donde no hay solo despacho a ella dedicado.
– Eventos espectaculares que concitan enormes masas de público, como las grandes ferias en España o en cualquiera de los ochos países taurinos, merecen un atención mínima y fragmentaria de los grandes diarios, ninguna de los medios audiovisuales y solo son tratados por la información local cuando suceden en casa. El aficionado y el público ya no pueden seguir la intriga de cada temporada, como hace unas pocas décadas.
– El toro de lidia, supremo prototipo de la especie por su superior variabilidad genética y por su fisiología diferencial, cuyo genoma es el más emparentado con el uro fundacional, toro conservado por el pueblo ibérico desde hace miles de años y en riesgo de extinción muchas de sus ganaderías y alguno de sus encastes durante la fase álgida de la pandemia del coronavirus, no mereció más que la indiferencia de los ecologistas y del gobierno de la Nación.
– El torero, artista singular que se juega la vida para realizar su obra, ve como sus grandes faenas, a veces obras de arte deslumbrantes, jamás se reseñan en los informativos de las televisiones generalistas de difusión nacional, hoy el medio de comunicación de masas más influyente.
– El torero, hasta finales del siglo pasado un ídolo popular, es ahora un personaje solo considerado en el gueto inmenso y silenciado de la afición taurina.
La no promulgada ley del silencio, sospechosamente obedecida, es la última estrategia del paradójico antitaurinismo, tan eficaz como minoritario. Implantada por el Gran Dictador, este no pretende reprimir, penalizar, castigar como los antiguos opresores de carne y hueso. Sabe que la represión fortalece la posición del reprimido y que el silencio engendra el olvido, que condena lo no prohibido pero silenciado a la inexistencia. Es más sutil y eficaz que el disuasorio terror de los antiguos regímenes totalitarios. Su anestésica censura se ha infiltrado en la sociedad a través de la nueva tecnología de la comunicación y también ha invadido los medios informativos sin que estos lo hayan percibido. Curioso, nadie ordena la ley del silencio, pero todos la practican.
Y 6)
Y sin embargo, se percibe en la sociedad, sobre todo entre la juventud, una cierta rebeldía contra las órdenes del gran dictador, contra la solapada censura, contra el soterrado influjo condenatorio del silencio. En la última feria que se celebró en Madrid, la proporción de jóvenes era sorprendente, por lo mayoritaria. ¿Seguirán las gentes de esta singular península con forma de piel del toro, hombres y mujeres que tiran por la calle de en medio, eligen lo que les gusta y no lo que les mandan, siendo ciudadanos libres y mosqueados, dueños de su ocio y no del que les programan, consumidores de carne natural y no de la carne química, oyentes de la música que les gusta y no de la música del marketing, lectores de lo que buscan y no de lo que les venden, y sí, irán a los toros porque les da la real gana, y, por fin, se ciscarán de una puta vez en el Gran Dictador y en su camuflada ley del silencio? Como dicen los mexicanos, me late que sí.
José Carlos Arévalo