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La Lidia

LA LIDIA A EXAMEN – LA LIDIA DEL SIGLO XXI (4). La suerte de Varas en un tercio reprimido

Toro arrancandose al caballo, Fotos de Alberto Simon.

La suerte de Varas en un tercio reprimido

El factor ético

En la suerte de picar intervienen tres actores, el picador, el caballo y el toro. Pero el primero no actúa solo. Él y su caballo son uno, la perfecta conjunción entre el hombre y la naturaleza colaboradora, el caballo, en lucha con la naturaleza indómita, el toro.

Antes de que se impusiera el peto en la lidia

En el ruedo, el hombre no se ha portado demasiado bien con su socio equino. Al principio, este era un hermoso corcel -se supone que de raza española, pues todavía la cabaña equina no había padecido el aberrante cruce con el fortachón caballo alemán fomentado por Fernando VII-, que se lucía en una suerte de varas en nada parecida a las que se practicaron después. Obediente de boca y a las órdenes de los estribos, conjugaba la movilidad en el cite y la salida de la suerte con el valor propio del pura raza español en el momento de picar, entonces solo un instante de inmovilidad y aguante, antes de salir de naja. Sin embargo, cuando aumentó la bravura y el torero necesitó un toro más atemperado, al valiente caballo lo sustituyó un rocinante viejo y famélico que terminó entregado a la muerte, en el ruedo por herida mortal durante todo el siglo XIX, y después en el matadero durante la seis primeras décadas el XX, por razones de edad o por lesiones. La pobre bestia perdió su prestigio, pero no su obediencia. Los humanos todavía no eran muy sentimentales con el animal y además el caballo había llegado a viejo y era lógico que muriera. Al pobre jamelgo le dedicaban, aficionados y revisteros del XIX, mil apelativos, todos burlones. Lo salvó más tarde el peto protector, porque la gente había cambiado de talante después de la Gran Guerra, en la que murieron cientos de miles, y también debido a su sustitución por la máquina en el transporte y el trabajo agrícola. La extinción parecía a la vuelta de la esquina y no era cuestión que murieran por docenas en las plazas de toros. Entonces se impuso el peto protector y el caballo dejó de ser la “víctima” de la Fiesta para convertirse en un rocinante de triste figura, la caricatura de lo que había sido en sus orígenes toreros, así como el picador perdió el aura de héroe que siempre lo había acompañado. Lógico, ambos se habían transformado en antihéroes, los únicos actores de la lidia que torean protegidos ante el peligro del toro. 

Brotes de regeneración

A causa de esta medida protectora que suponía una quiebra ética para el toreo, ni los profesionales ni los aficionados se percataron de que la suerte de varas había emprendido un camino de regeneración entre los años 1928 y 1936, en los que la suerte de varas se plantea equilibrada, ni a favor del jinete y su montura, ni a favor del toro, con un equilibrio que se interrumpe por el crecimiento del peto al principio de la postguerra española y que dura hasta la última década los años noventa del siglo pasado. Son, pues, dos fases separadas en el tiempo. La del año 1928 se inicia con la imposición del peto, que tiene un doble efecto positivo: detener durante casi setenta años la campaña antitaurina a escala global, y otorgar a la suerte de varas una función más eficaz en la lidia, la de comprobar con mayor precisión los comportamientos del toro en su pelea contra el peto, lo que fue decisivo para la evolución de la bravura, y la de atemperarlo más para su mejor juego en los dos tercios siguientes, lo que fue decisivo para la evolución de la faena de muleta. 

Un tercio de varas de las épocas citadas

La segunda fase sucede cincuenta años más tarde, cuando el crecimiento del toro provocó que los contratistas de caballos, tras superar un período demencial (años 80) en el que se picó hasta con caballos de tiro, bretones y percherones, y optan por el regreso al caballo español cruzado con otras razas más corpulentas, pero domado para la suerte de varas. Se trata de una mejora importante de la suerte, como siempre no advertida por los públicos. Desde entonces, y gracias a la obediencia del equino, el picador actúa con más seguridad y precisión. Pero todavía el primer tercio no ha terminado de recuperar el equilibrio que logró en tiempos de la República, porque si bien es cierto que la montura adecuada debe pesar más que el toro, tampoco ha de incurrir en la desmesura autorizada por el actual reglamento. Claro que el período reformista no ha heho más que empezar, comenzó sin que nadie lo exigiera, por decisión propia de los jefes de las cuadras de caballos, y todavía no ha terminado. Poco a poco, de manera casi desapercibida, empiezan a verse las consecuencias: el respeto al jinete y su montura ha empezado a restaurarse. 

“En tauromaquia, lo ajustado es lo justo”

Un lento pero apreciable regreso a la ética del toreo se anuncia en el horizonte de la suerte de varas. Lo explico: todas las suertes de la tauromaquia cumplen una ley taurina inquebrantable que podríamos denominar “Ley de Equilibrio Ético”. Se funda en el aserto orteguiano (don José) que dice: “En tauromaquia, lo ajustado es lo justo”. En efecto, todas las suertes del toreo, desde el cite al remate, prescriben que quien las haga arriesgue su vida. Es el precio exigido por el toreo y un requisito ético que elimina el menor atisbo de crueldad al sacrificio del toro. El torero no puede sentir miedo y crueldad al mismo tiempo, y el espectador se identifica con su semejante en peligro, no con el toro que lo motiva. La legitimidad ética del toreo radica en que entre dos conductas contrarias y equidistantes, la ventaja y la verdad, siempre elige esta última. Se podrá torear bien o mal, pero lo que no se puede, lo que el público reprueba, es torear con ventaja aunque la suerte se diga bien. La tauromaquia extrema su rigor al respecto. Por eso, la ejecución es más peligrosa a medida que el toro atempera su vigor, siendo la última suerte, la de la estocada, la más peligrosa de toda la lidia. El equilibrio entre el riesgo asumido por el hombre que torea nunca se rompe en el toreo de a pie. Pero sí en la suerte de varas, donde el espectador rechaza la ventaja del torero. No con mucha justicia, porque aceptar el choque de la embestida empujada por media tonelada de bravura montado en un caballo no es cualquier cosa. Aunque no para el público de los toros, intolerante con el toreo ejecutado desde la impunidad, muchas veces aparente, que confiere el caballazo acorazado.  

Caballo totalmente acorazado, sin ningún tipo de movilidad que impide hacer la suerte de manera vistosa.

¿Se puede cumplir, en la suerte de varas, el factor ético que legitima a las demás suertes del toreo? La solución es estrictamente taurina.

El factor taurino

Ningún aficionado debe añorar el derribo del caballo como prueba de la pujanza del toro. El derribo es un fallo torero, como suele serlo la cogida del lidiador.

Caída del picador, en este caso por el exceso de distancia a la que se coloco el toro

El peso del caballo, que espera parado a un toro en movimiento, siempre ha de superar la romana de éste para evitar el derribo como norma. Con el caballo viejo y famélico  de otros tiempos era casi imposible hacer bien la suerte. Mas para que se plantee en condiciones de equidad y brillantez se han corregir dos anomalías que la deterioran: el peso excesivo del caballo y la forma de la puya. Vayamos por partes.

1/ La alzada del caballo ha aumentado en proporción directa al crecimiento experimentado por el toro desde los años 80 a nuestros días. Lo que es correcto. Para hacer la suerte con perfección y seguridad, el ángulo de la vara, desde el brazo del picador hasta el lomo del toro, ha de tener la inclinación que permita al varilarguero sujetarse en la suerte y colocar el puyazo arriba, en la parte final del morrillo, donde no hay órganos vitales que al ser lesionados destruyan su juego. Nunca deberá colocarse el puyazo, como piensan algunos, en el centro del morrillo, lo que precipitaría al picador sobre el toro. La alzada de los caballos actuales es, por tanto, la precisa.

2/ Pero el peso actual del caballo, al que se suman el peto. los manguitos convertidos en un segundo peto interno, más el picador, es excesivo. Resulta un obstáculo inexpugnable e inamovible para el toro.  El demoledor impacto de su embestida contra el peto es el resultado de su peso por la velocidad al cuadrado, a lo que ha de sumarse la energía gastada en su agotadora lucha contra el peto.  Si el toro se atempera por dicho esfuerzo y no por la sangre derramada sobre su lomo –como ha demostrado la ciencia taxativamente-, el caballo excesivamente pesado desvirtúa la finalidad de la suerte de varas: templar la embestida del toro sin que pierda su viveza.

3/   A medida que el caballo pesa más, aumenta la profundidad del puyazo. Por eso la puya actual, la más pequeña de los últimos cien años, es la que inflige heridas más profundas en el toro. Y cuando su colocación es trasera y caída, atraviesa la pleura y llega hasta el pulmón más veces de lo que se piensa, produciendo un neumotorax que para definitivamente al animal. El peso  y la consiguiente inmovilidad del caballo, propia de un muro de contención, sumada al peso desmesurado del toro bravo que ahora se emplea más que nunca, explican que el menor tamaño de la puya actual ocasione heridas mucho más profundas a las inferidas por las antiguas puyas, mucho más grandes pero puestas desde un caballo más ligero a un toro menos bravo, que apretaba menos y no se autoinfligía tanto castigo.

Al toro Zahareño de Santiago Domecq se le atravesó el pulmón con la actual puya, produciéndole un neumotorax y siendo un toro extraordinario tuvo que ser estoqueado a mitad de faena por El Fandi por estar lesionado.

4/ La puya actual está mal diseñada, o diseñada con mala idea. La pirámide de tres filos afilados al vacío, sobre un soporte circular más ancho que la base piramidal y que por tanto actúa de tope, es intolerable. Dicho tope dificulta su limpia introducción en el toro, desgarra la piel en vez de abrirla, violenta al animal en vez de embravecerlo, entorpece la rectificación del puyazo mal colocado cuando el toro aprieta*, y preludia el muy común destrozo de las heridas en abanico producidas por la puya piramidal de tres filos cuando el picador barrena e incluso cuando levanta el palo sin sacar la puya del toro convirtiéndola en una batidora. Por fortuna, de esta mala arma, los buenos picadores hacen buen uso, infiriendo puyazos bien colocados, de una sola trayectoria y de corta duración, quitados los toros de la suerte con prontitud por los de a pie.

Puya actual mas lexiva a la izquierda, puya innovada con las mismas medidas que la andaluza a la derecha de color azul
  • Sobre los mecanismos neurohormonales que la puya activa en la piel del toro –estímulo de la bravura, rápido bloqueo del dolor, neutralización del estrés- entrevistaremos próximamente al biólogo Fernando Gil Cabrera y al veterinario especialista en el toro de lidia, Julio Fernández Sanz.

Y 5/ La tauromaquia se autocontrola y regenera cíclicamente. A los desfallecimientos y caídas del toro provocados por el aumento de su peso impuesto por la moda y servido por una alimentación inadecuada en los años 90, el ganadero respondió una década después con un mejor manejo –nutrición de más calidad y entrenamiento de la forma física del toro-. A la falta de sitio para el toreo de capa impuesto por el monopuyazo, el torero respondió con el postquite, que de hecho denunciaba la fase anómala atravesada por el primer tercio. A la dimisión generalizada de los matadores como banderilleros, la palió su actual permisividad para que los subalternos luzcan el segundo tercio. Con respecto a la suerte de varas, tres hechos hacen prever un futuro mejor: 1º/ La incuestionable incorporación de jóvenes y muy buenos picadores; 2º/ El fin del caballo terminal y su reemplazo por el caballo domado para picar; y 3º/ La existencia de la puya innovada, cuyos buenos resultados, sobre el atemperamiento y mejora del comportamiento del toro en los siguientes tercios, han superado satisfactoriamente la prueba, en España y Mexico, con cerca de trescientos toros.     

Reconozco que este texto será rechazo por el aficionado pesimista que siempre ha abundado. Desde que la lidia existe, la corrida está llegando a su fin. Contra toda evidencia, la rectitud y solvencia del buen aficionado se ven injustificadamente avaladas por el pesimismo. Y aunque es justo reconocer que ha habido mejores y peores épocas del toreo, este siempre ha evolucionado. Y siempre a mejor. 

José Carlos Arévalo.

Próximamente: Las banderillas, en un tercio deprimido

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