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MADRID – 16ª de feria. Salió el antitoro, pero hubo toreo

Fotos Alberto Simon

por José Carlos Arévalo

El toro de lidia es un bovino de tamaño medio, lo saben todos los estudiosos de la fauna. Pero su selección en la plaza de Madrid es un galimatías. Su reseña bascula entre lo que los expertos consideran el trapío de esta raza y lo que exige el tendido 7, un toro grandullón, cornalón y muy poderoso. Algo muy difícil de equilibrar. Y aunque los ganaderos llevan varias décadas aumentando el volumen y los cuernos, gracias a la cruza de sementales y vacas que dan volumen y cuernos, y también gracias a una nutrición más potente y a un saneamiento más riguroso, lo que no puede ser no, puede ser, y además es imposible. Ya lo dijo El Guerra, que sabía de toros más que el 7. En su época, según los historiadores la del toro más grande de todos los tiempos, los toros no eran tan grandes como ahora. Y los grandes, los menos grandes, los chicos, los poderosos y los débiles eran aptos para la lidia. Entre otras cosas porque se los toreaba en línea y por alto, y los picaban desde caballos terminales y sin peto. 

Los mismos toros de El Pilar lidiados en la decimosexta corrida de San Isidro no se habrían caído, ni habrían sido protestados en tiempos de Guerrita. Incluso habrían asombrado por su tremenda alzada y escandalizado por su desmesurada romana. Pero ningunohabría blandeado ni caído aunque perdiera su ímpetu matando un caballo tras otro, porque entonces nadie toreaba en redondo, ni habría exigido que repitiera sus embestidas. Hoy, el handicap que conspiró contra la combatividad de los “pilareños” era cuádruple: su morfología, de impropias altura y volumen para las prestaciones que les exige la lidia (¿se imaginan ustedes a Nureyef o a Antonio Gades con dos metros y 150 kilos?); su peso, que les asfixiaba e impedía embestir con un ritmo sostenido (¿se imaginan ustedes a un púgil superpesado con la agilidad de un peso ligero?); su lidia, que los destruye en el primer tercio al chocar sus 600 kilos contra los 800 que pesa el caballo, el picador y sus arreos?); y su bravura que los obliga a cumplir una embestida en tres tiempos: embite, embroque y remate con su cuello flexionado y su respiración oprimida (¿ha probado cualquier atleta a correr un maratón con la cintura doblada o tan solo con la cabeza baja?).

A los toros de El Pilar no los protestaba el 7 de salida, porque les gusta un toracón que es al toro de lidia lo que un caballo percherón al purasangre. Pero, obvio, los protestaban cuando perdían las manos o desequilibraban su tercio trasero. Y sin embargo, el interés de esta corrida se cifró en comprobar cómo se podía torear a esos gigantones no aptos para la lidia. Así lo entendió el resto del público, la buena y seria afición de Madrid. Y a ello cooperaron dos toros, el primero, el cual, milagrosamente, solo por el pitón derecho, guardaba esa embestida deslizante propia de los toros de El Pilar debidamente presentados, lo que permitió a Diego Urdiales y a Pablo Aguado hacer el mejor toreo a la verónica de toda la feria. Y el segundo, menos picado, que nos deparó paladear el toreo lento, majestuoso y natural de Aguado con la muleta, hasta que sus embestidas de pronto se apagaron. Y después vimos otra faceta torerísima del arte de torear: la actuación de Francisco de Manuel, heroica, magistral, frente a un sobrero del Conde de Mayalde violento, mansurrón, avisado, al que el joven  madrileño lo toreó a carta cabal. Su actuación, en otros tiempos con más aficionados y menos tarugos en el tendido, habría sido premiada con una oreja de mucho peso. Después volvió a jugarse la vida con el morlaco que cerró plaza.

A los toreros hoy no se les puede criticar sus fallos con la espada. Además de gigantes, aquellos torancones impedían cruzar a los toreros, su cara por las nubes era un muro impenetrable.

Conclusión: este San Isidro, sin orejas, con toros que se autodestruyen en varas y agredidos por el torrencial boicot del 7, estamos asistiendo a tardes muy interesantes de toreo.  

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