por José Carlos Arévalo
Que nadie lea esta afirmación con inadecuado prejuicio: Manuel Escribano es el torero macho por excelencia, un digno epígono de Ignacio Sánchez-Mejías. Ajustarse en la feria con dos corridas, la de Victorino Martín y la de los hermanos Miura, es para quitarse el sombrero. Ese valiente que recibe en chiqueros a un “albaserrada” y a dos “miuras” merece un respeto imponente. Ese osado que banderillea a dos sabios “victorinos” y a tres “miuras”, doctores en tauromaquia, y lo hace con variedad y maestría, entra por derecho propio en la leyenda. Y, sobre todo, ese muletero que aguanta impávido la lentísima embestida de una bravura asaltillada para torearla despacio, con una verdad y un temple indecibles, y más aún, ese torerazo que da todas las ventajas a un “miura” de encastadísima bravura para cuajarlo de cabo a rabo, ha entrado, esta Feria de Abril, en los anales de la tauromaquia.Así que chitón, ni una palabra admito de aficionados superferolíticos y presidentes pasmarotes. Al cuarto toro de Miura, Escribano debió cortarle las dos orejas. Si la espada cayó un tanto desprendida lo compensó la purísima ejecución de la suerte. ¿Se ha olvidado ya que, con toda la razón del mundo, a Bienvenida en Madrid, y a Romero en Sevilla, les daban las orejas con tal de que el acero entrara? Quizá, entonces mandaba el arte y hoy la geometría. Pero en el democrático juego con el toro siempre debe mandar el pueblo. El pueblo que en la corrida de Miura se entregó hasta los tuétanos al otro gran torero de Gerena.