El Torero
TOREROS DEL MOMENTO – Daniel Luque, la maestría y el temple
La maestría y el temple
Vi por primera vez a Daniel Luque en México, en la ganadería de Los Martinez. Era entonces un crío. Tauromex, la empresa y escuela taurina dirigida por el ganadero Jorge Martínez-Lambarry, lo había invitado a su claustro. Antonio Corbacho, que me habló maravillas del niño prodigio de Gerena, compartía su entusiasmo con Jorge. Con ambos asisistí al tentadero que habían preparado para que lo viera. Las vacas, muy serias y encastadas, con la bravura que caracterizaba a la más brava y ya desaparecida ganadería de México, eran un examen en toda regla.
Me fascinó la torería innata de Dani (así le llamaban entonces). Recuerdo unas verónicas impropias de un chavalín, evocaban la naturalidad espontánea de Camino y el temple de Cepeda, y me deslumbró su toreo de muleta, acoplado como por arte de magia a las vivaces embestidas de aquellas eralas que parecían utreras. Tuve la temprana convicción de que Luque sería figura del toreo. Tardó en serlo, los avatares de la carrera de los toreros están compuestos de suerte, sentido de la medida y de apuestas resueltas con acierto. Estos tres factores fallaron el día en que el bueno de José Luis Marca, a la sazón su apoderado, lo contrató en Madrid para que matara seis toros. Y esa tarde marcó, hacia abajo, su punto de inflexión.
Su travesía del desierto o su larga marcha, se desarrolló en Francia y fue allí el torero triunfador de varias temporadas. De nuevo, le vi enfrentarse en Bayona a seis toros mal elegidos, como preparados para un tragantón, a los que toreó con la maestría y el arte que solo atesoran las auténticas figuras. Con mala suerte, en su última comparecencia madrileña confirmó su rango en dos toros, uno a contraestilo y otro muy deslucido. Al primero le cortó una oreja de ley y a su segundo, tras una faena portentosa, no se la cortó porque al presidente no le dio la gana. En Las Ventas hay que convencer al toro, al público… y al presidente.
Pero este año, los avatares, la suerte y todas esas zarandajas ya no importan. Daniel Luque ha dado un paso más. Ha roto la frontera que separa lo bueno de lo magistral. Su maestría se ha convertido en estilo, las embestidas, sean las que sean, lo inspiran, su temple se ha embriagado de lentitud. Sus verónicas en la pasada feria de Valdemorillo fueron fascinantes, drogaron la movilidad del toro, mecieron al tiempo, y su trazo tuvo elegancia y filigrana, eran al toreo lo que el trazo y la coloratura del Picasso figurativo son a la pintura. Luque dibuja y pinta hoy el toreo con la lentitud de un temple adormecido y la lucidez de una viveza despierta, sin el menor arrepentimiento en el trazo inspirado de las suertes.
No le ví la semana pasada en Arles en su mano a mano con El Juli, pero aficionados de total confianza me cuentan que lo de menos fueron las orejas y el indulto. Lo extraordinario fue el temple, la cadencia de su toreo. Su evolución de la maestría al arte lo inscribe ya en la cortísima nómina que caracteriza a la cúspide de la tauromaquia de nuestro tiempo: los embrujados toreros del temple.
José Carlos Arévalo.