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TORREJON DE ARDOZ – Dos estilos del temple sevillano

Fotos Alberto Simon

por José Carlos Arévalo

Miren ustedes por donde, el pueblo madrileño de Torrejón de Ardoz citó a su afición, y a la de la capital, para que presenciaran una corrida nada pueblerina, sino una  antología del nuevo toreo sevillano, el que yo atribuyo a los nuevos espadas béticos, protagonistas de la recién nacida generación del temple, junto a los castellanos Tomás Rufo y Álvaro Lorenzo. Faltó Daniel Luque para que la muestra fuera completa, pero un mano a mano entre Juan Ortega y Pablo Aguado era un reclamo más que suficiente.

Algunos toros estuvieron a punto de malograr la cita. El primero de Rehuelga, que parecía una vaca vieja y era más manso que una oveja, el segundo del mismo hierro, sin raza pero noble; y los dos de Murube, toros para hechos para el rejoneo, toreo que solo exige dos tiempos a la embestida, la acometida y el embroque, porque en éste se acaba la suerte. Pero el lote de El Pilar, bien presentado, con fuerza y motor y al que desorejaron Juan y Pablo, salvó la tarde.

El temple de estos dos diestros es para mi un enigma. Porque ambos cambian la velocidad del toro antes de que se haya empleado en el caballo del picador, cuando hasta hoy, salvo la excepción de Antonio Ordóñez, el toro empezaba a atemperarse después de picado. Pero estos dos sevillanos han roto lo que casi era una ley. Con ellos, y de salida, el toro reduce su velocidad y la acopla a la pausada, despaciosa cadencia del engaño que la envuelve. Intuyo que en ese milagro el mérito es compartido por torero y toro, pues la precisión técnica del toreo actual es de relojería, y también porque la evolución de la bravura, más valerosa, luego más entregada, y menos cobarde, luego nada reservona, permite ese acople casi automático, a las primeras de cambio. Verbigracia: cuando el toro responde con rigor milimétrico las órdenes del engaño se atempera si el torero tiene temple. Entonces el toreo provoca un asombro que apacigua la emoción de los espectadores novatos y embelesa a los aficionados. Pero en esta tarde sucedió que la prodigiosa destreza de los dos diestros iba unida a una expresión de deslumbrante belleza, que sustituía la emoción dramática por la emoción estética del toreo cuando los toros eran como los de Murube y Rehuelga, y la reduplicaba con el toro auténtico, como los dos de El Pilar.

Así que Juan Ortega y Pablo Aguado coincidieron en el temple, pasmoso, y difirieron en su expresión, por sus diferentes manerasde dibujar las suertes. Vayamos por partes:

En Juan Ortega se conjugan diferentes palos del toreo. Tiene un elegante, casi romano porte rondeño, una serena naturalidad castellana y rinde un culto muy sevillano a la belleza. El pulcro, despacioso temple de su toreo pecaría de académica frialdad si no fuera porque su trazo de las suertes siempre quiere dominar al toro, obligarlo hasta un límite muy profundo, que succiona su embestida, quema su bravura pase a pase y que al mismo tiempo rompe el alma del torero y se destronca su cintura mientras que su firme figura, asentada en la arena, acaricia ese toreo que duele con el bálsamo del temple. Durante la faena al toro de El Pilar sus irreales series de naturales y redondos parecían suceder al margen de la ley de la gravedad. Tuvieron la cadencia del temple orteguiano (Domingo), la deslumbrante hondura del porte rondeño y el fraseo alargado del toreo que canta por Sevilla. Ah, y no amontonó muletazos buenos, sino que dio muletazos extraordinarios, enmarcados en faena estructurada, con planteamiento, nudo y desenlace. ¡Qué antídoto contra las faenas interminables sin hilo que las conduzca!

Pablo Aguado es un torero muy distinto. Las buenas embestidas encienden su temple adormecido, que dibuja las suertes con una ebriedad despierta. Y le inspiran las malas. Entonces juega con ellas con ritmo y aplomo, como si celebrara el toreo a pesar de los pesares. Aguado es un torero luminoso, vazqueño unas veces, achicuelado otras. Y cuando, con la muleta, cuaja el toreo con los brazos desmayados y la figura vertical, luego lo celebra con nexos de unión de una serie con otra, en los que el vuelo de los brazos hace contrapunto con el paso acompasado entre pase y pase. Su mejor faena exhumaba felicidad, era un barroco feliz, con más luz que sombra. Fue el toreo hecho fiesta, la más apasionada y feliz comunión entre el ruedo y el tendido. Y además, a un toro, ya no recuerdo cual, le enjaretó una larga serie de verónicas, cogido el capote muy cerca de la esclavina, de manos bajas, percal arrastrado, la verónica gitana, adormecida playa de desgana, la campana del sur, campana, que cantó el verso imborrable de Gerardo Diego.

Mensaje de la corrida: hay otra forma de programar la Fiesta, otra manera inspirada de combinar carteles más allá de las ternas evidentes con ganado previsible. Las empresas son autoras ocultas de la corrida de toros. Pero esta vez el empresario debió salir a hombros junto a los dos toreros. 


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