Editorial
EDITORIAL – Carnet de otoño (1)
A propósito de una Puerta Grande “vergonzosa”
y una Puerta del Príncipe “vertiginosa”
He leído dos titulares sorprendentes: Puerta Grande vergonzosa (de El Juli), en El País (digital), y Puerta del Príncipe vertiginosa (de Castella), en Mundotoro, donde desapareció de la página vertiginosamente. Vaya por delante que las dos se abrieron porque el público, que es quien manda en la fiesta de los toros, lo quiso.
Pero, ¿y si se equivoca el público? Alguna vez se da el caso, aunque en mi larga vida de aficionado puedo segurar que mis valoraciones y vaticinios erraron más que los de la gente. El público de los toros no suele equivocarse. Por ejemplo, ayer en Las Ventas El Juli pudo no hacer dos grandes faenas pero exhibió una maestría descomunal. Puso el dedo en la yaga de las virtudes y los defectos del toro de hoy. Tal vez la virtud de la bravura actual lleve aparejada un grave defecto, pues todos los toros, absolutamente todos, responden al “toque” con una nobleza infalible, lo que está muy bien pero quita intriga al cite y emoción al toreo. Porque luego, ese toro noble puede ser muy difícil de torear: quedarse corto en la embestida, o desacoplarse por falta de celo, o abrirse por poca raza, o defenderse con la cara alta por deficiente conformación, o por más bravucón que bravo, encelarse en el embroque y desentenderse en el remate, o por desequilibrio entre la bravura y la fuerza, embestir sin ritmo a varas velocidades. Y sucede entonces que muletazos meritorios y hasta correctos se quedan sin ole y con razón, porque la nobleza exige una conjunción absoluta al toreo que no la necesita el genio peligroso, como lo demuestra el ole rotundo a pases muy imperfectos dados a toros con verdadero sentido. Pero todavía no he leído una sola crónica que diga “toro noble y difícil”. Y es curioso porque abunda más que el bravo de verdad o que el manso violento a la defensiva.
Hecha la aclaración, afirmo que la actuación de El Juli en Madrid ha sido de una clamorosa maestría desplegada con dos toros nobles y difíciles. Nobles porque no buscaban al hombre, y difíciles por sus imperfectas embestidas. Pero no disuasorias para el madrileño. Ni con la capa ni con la muleta. Porque con portentosa intuición adivinaba mermadas o viciadas embestidas antes de que se iniciaran y las respondía con la distancia justa y la altura del engaño exacta. Las apretaba cuando se desentendían, las aliviaba cuando se dolían, las daba aire cuando convenía. Y se ofrecía como presa cuando el toro se daba por vencido. Un prodigio. Un valor opacado por la maestría. Una entrega fuera de lo común. Torear es algo más que dar pases. Torear es meter alpúblico en la faena, hacerle cómplice del toreo, que perciba lo que da al toro y lo que consigue el torero. Torear es entrega y fascinación, un acto de heroica entrega y suprema inteligencia. Y torear es matar al toro con verdad, sin abandonar la línea recta en el cruce.
Pues bien, así sintió, entendió, leyó el público de Madrid las dos fastuosas lidias de El Juli. Y premió la segunda con dos inobjetables orejas. Porque su actuación confirmó que torear no solo es dar pases. Ni siquiera pases bonitos. Torear es cuajar el toreo por encima de las prestaciones del toro. Una evidencia que no ven los academicistas que no ven al toro, como el crítico de El País. Nunca un torero se ha retirado en un estado de plenitud tan absoluta como lo hizo El Juli en Madrid. Magnífica afición la de Las Ventas, Se impuso con fuerza a los integristas geómetras, esos aficionados de compás y cartabón que aplauden el toreo cruzado cuando procede y cuando no, que todavía no han entendido que si el toro va toreado el torero está en su sitio y el torero en el suyo, que no saben ver la ejecución de la suerte suprema sino la colocación de la espada, que solo toleran un sitio para la suerte de varas, entre el 7 y el 8, sea el toro como sea. En fin, son la caricatura de la cátedra venteña. Menos mal que la gente, la verdadera cátedra de Madrid, mandó en la tarde y puso a Las Ventas en sitio que le pertenece.
En Sevilla, donde El Juli ha abierto la Puerta del Príncipe siete veces, la cuestión no iba de “puertas”. La tarde era de comunión con un torero que ha hecho historia en la Maestranza. Y la capacidad del maestro estuvo en consonancia con la entrega, lúcida, no boba y triunfalista, de un coro taurino insuperable. Le dieron una merecida oreja y la entrega del torero estuvo siempre respaldada porque el tendido valoró lo que veía y no exigió lo que los toros no permitían ver. El Juli estuvo en torero y como un gran torero se despidió de su plaza y de todas las aficiones del planeta de los toros. Fue emocionante el brindis de su primer toro a la afición de México, país decisivo en su formación novilleril y testigo de sus grandes tardes como matador. Su frustración al no poder despedirse de La Plaza México, hoy cerrada por la inquisición abolicionista, sonó a esperanza, a asignatura pendiente. A mi mente volvieron las cenas en el Mari Cristina los días de triunfo julista en el coso de Insurgentes. Si volvieran, yo volvería a México.
La Puerta del Príncipe sí se abrió. Y no fue una apertura vertiginosa sino cabal. La abrió un torero francés porque hizo dos grandes faenas a dos toros bravos y encastados de Victoriano del Rio. Y por encastados le vinieron de perlas a Sebastián Castella, el torero que más orejas -creo- ha cortado en Madrid en lo que va de siglo, pero al que le ha costado entrar en Sevilla. Pues el toreo galo, desnudo de retórica, está henchido de verdad. Se queda quieto, clava los pies en la arena, se los pasa muy cerca, torea con la mano muy baja, se embragueta siempre, se acompasa con firmeza con al toro de muchos pies, desliza el engaño con el atemperado, y liga, liga siempre, porque donde se coloca y como se los pasa no deja otra opción al toro que repetir encelado sus embestidas. Y claro, de sus oponentes prefiere la vivacidad y el vigor. Dos virtudes que piden el carné a los toreros, pero no al de Béziers, que anda sobrado. Por eso, la puerta Grande en San Isidro y la del Príncipe en San Miguel. Y los puretas -en Sevilla también los hay- heridos en su virginal sensibilidad. Acongojante.
Luque y Aguado, en Sevilla, y Rufo en Madrid,
la generación del temple
El gran homenaje a la retirada de El Juli se lo hizo Daniel Luque con el tercer toro de Garcigrande. Lo explico. El Juli, en sus 25 años de alternativa, ha pasado por cuatro etapas. La primera fue la revelación de un joven prodigio, la de un adolescente que toreaba como una figura del toreo; la segunda fue su etapa gallista, el lidiador que se impone a todo tipo de toros y que domina todas las suertes (Paco Agudo le hizo un reportaje en 6Toros6, en el que El Juli hizo cuarenta quites distintos) sin banalizar ninguna, sacando lo más torero de todas ellas; la tercera nos contó su ascenso a la madurez, la permuta del toreo triunfal por el toreo esencial, el semiabandono de la variedad y el descubrimiento del toreo profundo, el que saca al torero su sentimiento más íntimo y al toro todo su fondo de bravura. Y cuando en su carrera todo estaba dicho lo rebeló la llegada de la generación del temple. No para negarla, sino para sumarse a la última conquista artística del toreo. Pareció que les decía a los Luque, Ortega, Aguado, Rufo y Lorenzo, si vosotros habéis hecho bandera del temple lento, esa bandera también es mía. Y lo dijo bien alto en la tarde madrileña del año 22 con los de La Quinta.
Pues bien, dos años después, el joven maestro de Gerena le ha rendido admiración al brindarle una obra cumbre en la historia del temple. Su faena al toro de Garcigrande no era la del acoplamiento de un torero templado con un toro despacioso. Ya el primer lance de recibo fue una sorprendente caricia a la violencia de un toro levantado. Y tras un tercio de banderillas en el que el toro reveló su fiero carácter, de nuevo la sorpresa: su muleta meció las embestidas con un acople a ritmo lento, el más difícil con un toro de comportamiento ambivalente, enclasado y deslizante por el pitón derecho y bronco y violento por el izquierdo. O sea que había que incurrir en un imposible: soñar el toreo y forjarlo, hacerlo y decirlo. Y como Daniel consiguió unir la inspiración y el trabajo, el mando y el temple, el placer y el riesgo, un trazo lánguido, pleno de desgana y poderoso como un látigo invisible, se alzó como autor del toreo más importante de las dos ferias simultáneas.
Pero cuidado con Pablo Aguado. Hay que ser un torero excepcional para embriagar las suertes de un arte indecible con un toro tan desaborío, indiferente, indolente, como al que cortó la oreja en Sevilla tras un toreo de capa y una faena de muleta de una naturalidad bienvenidista (don Antonio) y un temple orteguiano (don Domingo). Antes, en un quite a un toro de Manzanares, había dado las mejores verónicas de la temporada. Y su faena de muleta se inició con el más virtuoso toreo al paso, interrumpido por trincherazos y pases de la firma, más insinuados que dados, ritmo y cadencia al mismo tiempo, gracia y elegancia, puro Sevilla. Y como el toro embestía con la cara alta, más soso que un lapón en un tablao, el más difícil todavía, torear por naturales y por redondos a media altura y a compás y que en el embroque estalle la chispa y brote el ole y que el toreo sea intenso sin tensión y hondo sin pretensión, y que el artista mate al toro como un matador, tirándose de verdad. Señores, qué torero más bueno.
Entre los toreros del temple hay uno que torea muy despacio, con un trazo impecable, una elegancia casi ordoñista, y con un vicio poco común, dar lances y pases completos, largos, obligados y muy arremataos. Esas verónicas que retratan con cadencia elegantísima el verdadero rostro de la embestida. Esos naturales cuyos vuelos absorben toda la bravura, esos naturales con la derecha, la muleta armada, que envuelven los viajes del cornúpeta en series que acaban con la pasión exvtenuada del coro taurino. Así torea Tomás Rufo, con tempo de adagio. Natural de Toledo, con los genes del temple orteguiano y nombre de tenor de ópera, tuvo la suerte (o no) de verse boicoteado por los talibanes de la supuesta verdad del toreo, incapaces de entender que al toro bajo de raza hay que darle aire con temple, miopes a los que Rufo acalló, cruzándose muy frontal a pitón contrario y que en un solo e inmenso natural acabó con el el motor del toro. La gente, que sabe sentir el toreo, le dio una oreja de las del Madrid de antes. Y los talibanes, ¿se dieron cuenta? El integrista no se entera aunque vaya a la plaza todos los días. Pero su enemiga tuvo una virtud: esas cosas pasan en Madrid con las figuras del toreo.
Y Uceda
La serena maestría del torero más clásico de nuestro tiempo. Toreó con cinco costillas rotas, pero no se le notó. Nadie lo sabía, ya no hay información taurina. Se encontró con un toro inflexible, como si fuera de piedra. Sus embestidas, tensas y lineales, con un cuello de hierro y unos apoyos sin ritmo. Nadie le veía la menor opción. No estoy seguro, porque cuando Uceda le recetó suavidad y tras un breve trasteo, se puso a torear, la figura enhiesta y las muñecas de cristal, no hubo sorpresa en consonancia con la calidad desplegada por el maestro de Usera. Y como el toro duró media faena y Uceda, clasicismo obliga, dejó de torear cuando el toro dejó de embestir, ahí quedó la cosa. De nada valió que la estocada fuera de una ejecución perfecta. Ovación cabal. Pero me supo a poco. Añoré Las Ventas de antaño. Me quedé con ganas de ver a Uceda con un toro bravo.
Aclaración
Para quienes puedan pensar que este carnet es una antología de halagos, una puntualización: En estos tiempos de severos ataques a la tauromaquia, la afición tiene la suerte de contar con una larga nómina de buenos toreros. Yo no tengo la culpa.