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Editorial

EDITORIAL – Cultura y toros, una veterana pareja

LOS TOROS DE BURDEOS, «Diversión de España». FRANCISCO DE GOYA

Que la tauromaquia es cultura no debería extrañar a nadie. Ni a los animalistas más extremos, ni a esa gente de creencias laicas, cuyas posiciones ante las cosas son inamovibles porque han apartado de sí la funesta manía de pensar. Me refiero a los podemitas que hoy participan en el gobierno de España. Son gente joven, chicos estomagantes y chicas guapas, a los que Pedro Sánchez deja hacer progres desatinos porque no le queda otra.

Pero ahora el Tribunal Supremo les ha tirado de las orejas y también al ministro de cultura, un socialdemócrata que no parece una eminencia, al estimar el recurso presentado por la Fundación Toro de Lidia y anular la exclusión de los espectáculos taurinos del bono cultural joven.  

Por supuesto, el Alto Tribunal no tenía por qué argumentar que la tauromaquia es cultura, le bastaba con remitirse a la Ley 18/2013, que la declara patrimonio cultural de España. Pero esa lógica decisión no debe eximir al aficionado de exponer al antitaurino y al indiferente por qué la tauromaquia es un hecho cultural de primera magnitud.

La palabra cultura procede de la latina cultus y es hermana de la palabra cultivo. La primera se refiere al cultivo de la mente humana y la segunda al cultivo de la tierra y los animales. En nuestros días a la palabra cultura se acogen tantas cosas que se puede designar como cultura todo cuanto hace el ser humano. Pero si prescindimos de los excesos del lenguaje, la cultura se divide en dos: una, la alta cultura, y otra, la cultura popular. La alta cultura no necesita explicación. Comprende la ciencia y las humanidades, la literatura y las bellas artes. Por el contrario, a la cultura popular se la considera una cultura menor, quizá porque el autor de sus obras es el pueblo, o bien porque cualquier manifestación lúdica o artesana , por irrelevante que sea, se acoge al paraguas prestigioso de la palabra cultura.

Pero la gente no sabe, ni muchas autoridades culturales, ni por supuesto los políticos, que la tauromaquia es una deslumbrante construcción de la alta cultura, sin embargo creada por el pueblo. Pocas palabras se necesitan para demostrarlo.  La corrida, heredera de las viejas tauromaquias, nace de un pacto entre la naturaleza agresiva, el toro, y la cultura, la especulación genética que transforma su violencia natural en bravura, una creación humana. Fue un hallazgo genial de los ganaderos españoles, anterior a las cruzas hechas por los ganaderos ingleses y holandeses para producir más carne y más leche, y también mucho antes de que naciera Gregory Mendel, descubridor de las leyes de la herencia y padre de la biología moderna. 

Pero los toreros no fueron a la zaga de los ganaderos. De hecho, la lidia es un análisis etológico que descubre en tres tercios la conducta individual e intransferible de cada toro, con la inteligente particularidad de que los tres estados biofisiológicos que experimenta durante la lidia se corresponden exactamente con las prestaciones que le plantea el toreo. 

Por supuesto, este proceso etológico, que los aficionados llamamos lidia, es el cimiento que subyace a otras dos lecturas del acto taurino hechas con bastante buen tino por el coro de aficionados. Una asume, inconscientemente, la restauración de un antiguo mito fundacional, la lucha y victoria del joven héroe sobre la violencia salvaje, indomeñable de la bestia. Y la tercera lectura es estrictamente artística, la revelación siempre deseada y algunas veces disfrutada de un arte ancestral y moderno, siempre igual a sí mismo y siempre distinto, el arte de torear, un insólito pleito entre dos seres contrarios, el torero y al toro, que torna la violencia en cadencia, el caos en canon, haciendo del toreo el paradigma de un arte sublime, creado en el mismo centro del abismo por un lenguaje visual en el que sus términos, llamados suertes porque están compuestos de hacer y de azar,  construyen un moderno y atávico arte escénico, el único interpretado por el hombre y el animal.

En pleno siglo de la razón, la tauromaquia recuperó a un actor olvidado, el coro, ese actor colectivo sin el cual las corridas de toros no tendrían ese sesgo de arte escénico antiguo que las caracteriza. Y así como el coro inmemorial precedía a la tragedia clásica, de las tauromaquias antiguas, la corrida hereda y recrea el coro, ya no festejante a raptos en el ruedo o en la calle, sino espectador activo en el tendido. Llamado con precisión “el respetable”, el coro taurino evalúa, acompaña, jalea o reprueba la lidia. Omnipresente y con atributos de omnipotencia, es lo contrario del espectador pasivo, y por tanto, a veces violento de los deportes competitivos. Pero él no puede serlo porque está inmerso en la trama de la lidia y es su soberano, quien determina, siempre, el resultado de la corrida. Nacida esta en tiempos de la revolución liberal, su escenario, la plaza de toros, cuyos ancestros son el senado, la plaza mayor pública y el teatro de círculo, configura el foro más democrático de España, jamás suspendido, ni durante la dictadura de Franco.

Creo que esta síntesis basta para asumir a la tauromaquia como un hecho cultural de máxima magnitud. ¿Cuáles son los argumentos antitaurinos para afirmar lo contrario? Me parece que ninguno.

Cogida en una capea de pueblo (Eugenio Lucas Velázquez)
Plaza de toros de Turégano
Plaza de toros de las Ventas

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