Editorial
EDITORIAL – Pablo Hermoso de Mendoza y la muerte del toro
por José Carlos Arévalo
Me han enviado una entrevista con Pablo Hermoso de Mendoza en la que el gran rejoneador afirma que el sector taurino ha de ir pensando en reducir la sangre del toro y, posiblemente, que no muera en el ruedo. Estoy pasmado.
Pero no escribo estas líneas bajo el efecto de sus palabras, tampoco alterado por el asombro. Mi reacción como aficionado es serena y me incita a razonar. Vayamos por partes:
La sangre. Ortega y Gasset, que no era una persona insensible, escribió que frente al asco que lo producían las piezas sanguinolentas amontonadas después de la cacería, le sorprendía que no le sucediera lo mismo al contemplarla en el ruedo derramada sobre el toro bien picado. Es más, añadía que esa capa color púrpura se transformaba en joyel. Correcto. Porque dicha transfiguración se debe a la realidad imaginaria que reina en la plaza durante la lidia del toro, motivada por una fuerte situación, la del hombre en peligro, que provoca una inmediata solidaridad grupal, le de todos los seres de su misma especie que con él se solidarizan. En efecto, todo cuanto hace el torero con el toro, absolutamente todo, le exige jugarse la vida. En todas la suertes del toreo. Lances, pases, puyazos, banderillas y estocada se denominan suertes porque todas ellas están compuestas de “hacer” (la reglas del toreo) y de “azar” (el riesgo de que el toro no las obedezca). Y la lidia, que es el método científico del arte de torear, prescribe con riguroso celo que la percepción “toro igual a hombre en peligro” nunca se desequilibre. Por eso, a medida que el toro se atempera de un tercio a otro, el toreo se va haciendo más ceñido, más expuesto, más peligroso, siendo la última suerte, la de matar, la más peligrosa de todas. La única en que el azar es más grande que el hacer. La única en que el torero pierde de vista la embestida en el momento de cruzarse con ella. De ahí que se la llame, con propiedad, la suerte suprema.
El toro en el ruedo pierde su identidad zootécnica. El toro, en el ruedo, es un emisor de peligro para el hombre. Solo eso. Y no es poco. Su peligro le confiere una nueva identidad a la que en tauromaquia se llama bravura. Para el aficionado, la bravura es el alma del toro, un comportamiento que por su irrepetible condición lo individualiza. Lo que no acontece con casi ningún animal, ser genérico, que no se presta a una lid larga, en la que expresa la complejidad de su carácter casi tanto como el torero. De ahí que el toro sea, desde que se inventó la lidia, un animal con nombre propio como individuo que es, otorgado por línea materna (su familia), en el marco de su tribu, o de su patria (la ganadería a la que pertenece).
Pero se podría aducir que si la lidia impone un estado psíquico colectivo que convierte al toro en un ser imaginario, no por ello pierde su identidad real, la de un ser vivo al que se pica, banderillea y mata a estoque. Y ante esa evidencia caben dos posturas, la del antitaurino y su aspiración a que no se lidien toros, y la del aficionado y su afirmación de que “el toro no se duele al castigo”. Tiene razón este último. Y la basa en la observación de lo que hace el toro durante su lidia. Tras recibir la primera vara, repite con más fijeza a la segunda. Y concentra más sus embestidas a los engaños. Y acude presto a las banderillas. Y embiste con celo a la muleta. Y embiste con total intensidad a la suerte suprema. ¿Por qué combate el toro hasta su muerte? ¿Por defender una idea, una familia, una patria? No, embiste por un atávico instinto que para el hombre es un misterio. Y embiste porque el dolor no le duele. Pero si el aficionado esto lo comprueba en la lidia de todos los toros, los bravos y los mansos de raza brava, su constatación no tiene valor de prueba. Menos aún para el antitaurino, que no va a los toros y opina de lo que no sabe.
Pero la ciencia, que no es protaurina ni antitaurina, tiene al respeto la última palabra. Recientes investigaciones de científicos españoles -Fernando Gil Cabrera, Juan Carlos Illera, Julio Fernández Sanz- han demostrado que el toro gestiona y termina de bloquear su estrés y su dolor en los tres tercios de la lidia. Gracias a un poderoso mecanismo neurohormonal que activa neurotransmisores como sus betaendorfinas, cuyo inmediato poder anestésico es 200 veces superior al de la morfina y actúa focalmente donde se produjo la herida; como el cortisol, que incentiva la agresividad; que junto a otros componentes, como su baja tasa de serotonina lo centran en el combate. Este eficaz proceso neuronal, propio del toro de lidia, se centra principalmente en la piel del toro, no es su carne, de manera que la función primordial del puyazo estriba en estimular la combatividad de este bovino singular, con valores neuronales superiores al resto de los bovinos. Por lo que siendo un herbívoro-presa no responda a la agresión con la huída, sino mediante el ataque. Mientras que el atemperamiento del toro, errónea y secularmente atribuído a la puya, se deba, según las mediaciones de alta precisión realizadas por otro científico -Franscisco Hernández- al gasto energético a la lucha del toro contra el peto -embestida, choque y derrote-, con valores comparables a la intensidad de una bala al salir del cañón de una escopeta, lo que supone al toro un desfondamiento que la lidia corrige con la suerte de banderillas, pues obligan al toro golopar enhiesto propiciando la oxigenación de su sangre, su revitalización muscular y su puesta a punto para embestir a la muleta con el estrés paliado y su dolor bloqueado.
Esta evidencias, científicamente probadas y aprobadas, ponen en cuestión -y ahí anda acertado Hermoso de Mendoza- la gratuidad del exceso de sangre del toro durante su lidia. Lo que debería reconducir a la reforma de los útiles del toreo. Para la lidia a pie y, sobre todo, para la injustificada agresividad de la lidia a caballo. Carece sentido que ésta empiece con uno o dos rejones de castigo equiparables a media estocada, más si se tiene en cuenta la debilidad del toro español para rejoneo, en modo alguno comparable al toro portugués y a los livianos hierros que allí se utilizan.
Otra cosa es su muy aportuguesada opinión con respecto a la muerte del toro en el ruedo. En efecto, el dolor producido por la espada y por el rejón de muerte es indomeñable. Pero en ese momento, el toro muere. Por tanto, la cuestión estriba en ver o no ver la muerte. O sea, un dilema cultural. Esconder la muerte es algo que caracteriza a la cultura urbana contemporánea, una civilización globalmente letal con el mundo animal que, sin embargo, se se niega a ver la muerte de un toro en lucha, con una cota de estrés infinitamente menor que la de los animales muertos en serie, en pasividad, en los mataderos industriales. Mal ejemplo es el de la corrida portuguesa, sin la muerte del toro en el ruedo y el epílogo oculto de la muerte en los corrales, horas después y con el toro sumido en dolor.
Escandaliza al antitaurino la muerte del toro en lucha con el hombre. Le trae al fresco la muerte secreta del toro aprisionado por la máquina. ¡Oh témpora, oh mores!