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Historia

HISTORIA – Juan Belmonte, la faena del Montepío

Siempre hay una faena que marca la vida del torero. No tiene por qué ser la mejor, ni siquiera la más destacada entre las que lo consagraron. Es esa faena que acaba con el debate entre partidarios y detractores, la faena que lo sitúa definitivamente  en la historia del toreo.

Juan Belmonte ya se había consagrado cuando era novillero. El homenaje de los intelectuales data del año 13, al mismo tiempo de tomar la alternativa.  Para los aficionados su aportación al arte de torear suponía un volver a empezar de la tauromaquia, el descubrimiento de los tres tiempos del toreo, cite, embroque y remate, hallazgo consumado más rotundamente si se paraba, templaba y mandaba  en un terreno vedado hasta entonces, el terreno del toro que del belmontismo también fue terreno del toreo. Para los artistas y los intelectuales esa increible transformación de la oleada en embestida, que transgredía las leyes de la tauromaquia, era semejante a la revolución de la ciencia física y a la reinvención del arte a partir de cero que en aquellos días empezaban a proponer las vanguardias.

Pero entre los aficionados las opiniones estaban divididas. Había gallistas y belmontistas. Ambos bandos eran adeptos a un orden nuevo del toreo. Joselito era la cumbre de la dinámica tauromaquia decimonónica, cuya evolución desembocaba gracias a él  en el toreo del siglo XX. La faena al cuarto toro de su encerrona con seis de Vicente Martínez, en la temporada de 1914, visualizó el toreo ligado en redondo, once años después consumado por Chicuelo con su faena al toro “Dentista”, de Antonio Llaguno, en México (1925) y luego en España, con su faena al toro “Corchaíto”, de Graciliano Pérez-Tabernero (1928). Sin embargo aquel mes de junio del 17, el cartel de la corrida del Montepío de Toreros en la plaza madrileña de la carretera de Aragón ofrecía una intriga soterrada,  no descubierta por los conocedores del toreo, y sí por el pueblo llano, cuya sensibilidad siempre ha sido más libre y su intuición más aguda que la de los entendidos. Abría el cartel Rodolfo Gaona, con Antonio Fuentes el torero más clásico de principios de siglo, heredero del concepto de Cayetano Sanz y de Lagartijo, vía Saturnino Frutos “Ojitos”, subalterno del primero, admirador del segundo y maestro de Gaona. Emparedado entre el mexicano, clásico por antonomasia, y  Belmonte, revolucionario del toreo, estaba Joselito, diestro cenital de entre los dos siglos. ¿Qué se iba a dirimir aquella tarde? ¿Una confrontación entre el pasado y el futuro del toreo? A nadie se le pasó la cuestión por la cabeza. Los tres espadas eran toreros consagrados y cada uno saldría a triunfar con sus armas y punto. Pero no fue así. Salió el toro y la corrida empiezó a tomar un significado no previsto.

Se anunciaron cuatro toros de Salas, que dieron un juego complicado, y dos (1º y 6º) de la viuda de Concha y Sierra, que fueron excelentes y correspondieron a Gaona (1º) y a Belmonte (6º). El primero sirvió para que Gaona estuviera bien, es decir elegante, académico, sobrado, pero no arrollador, como si se sintiera fuera de lugar o convencido de que su toreo señorial ya estaba fuera de época. Y en efecto, gustó pero no fascinó. Al contrario, Joselito, frente a un marrajo complicado asustó al toro y deslumbró al personal. Pero en el tercero, Belmonte no se entendió con el de Salas y precipitó la tarde hacia el desastre. Impotente, vivió una amarga derrota y la bronca del público hizo época. Volvió al cambiar el clima con Gaona en el cuarto, otro toro duro de pelar pero el as mexicano se mostró poderoso y elegante. Y en ese momento, la plaza descubrió que el argumento de la tarde era un mano a mano entre dos clásicos que casi nunca se habían visto las caras –la verdad es que José había vetado repetidas veces a Rodolfo y ahora la afición comprobaba que era apasionante verlos competir. Además el Indio Grande se había superado con su segundo. Y en el quinto de la tarde, el de Gelves, que entendía al público como nadie, dejó que la competencia empezara en quites y luego que estallara en banderillas durante uno de los tercios más extaordinarios de la historia, en el que Gaona y Gallito compitieron como maestros consumados. El entusiasmo se desbordó, en la plaza había dos toreros insuperables. Y fue entonces cuando los tendidos atronaron a coro, ¡los dos solos! ¡los dos solos!, mientras Belmonte, con la boca seca y los ojos perdidos se sentía humillado y solo dentro de una apoteosis de la que él había sido expulsado.  

Pero salió el sexto, un “conchaysierra” terciado y bien armado que metió la cara con tanta clase en el primer encuentro que Juan lo supo: era su toro, el toro del destino, el que sueñan todos los toreros en vano. Y el clamor surgió con el primer lance, la verónica que abraza la embestida desde el cite, la templa en el embroque y la deja huir en el remate para que vuelva y vuelva sedienta de pelea. Y así, con el corazón encogido y el alma exultante, rota la plaza al descubrir que el toreo es reunión, complicidad estética del hombre y el toro, armonía de voluntades enfrentadas, sublimación del riesgo a manos de lo bello, del desgarrado natural que abre inmensos, abismales surcos de fuego, profundos, interminables; del molinete rebozado y trágico; del pase de pecho épico y liberador; de la estocada heroica, a matar o a morir. Nunca el toreo había logrado una conjunción tan intensa del hombre y el animal, de la violencia y el arte. Era la instauración definitiva de una tauromaquia que empezó un ismo, una vanguardia, el belmontismo y pronto, muy pronto se hizo clásica. Ya nunca se toreó sin cumplir los cánones fundados por el Terremoto de Triana.

Gaona y Joselito salieron a pie y a Belmonte lo llevaron a hombros desde la Puerta de la Plaza de la carretera de Aragón hasta el hotel Palace.

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