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EntreToros

LA SEMANA TAURINA – LA HOJA DEL LUNES (3)

Fotos Plaza 1/ ALFREDO ARÉVALO - ALBERTO SIMÓN

Martes, 21 de mayo

Como en una feria tan larga como la de San Isidro se amontonan días, toros y toreros solo voy a escribir de lo que vence al tiempo y pervive en la memoria. Mas para no ser injusto, mencionaré una serie de naturales de un novillero debutante, Jarocho, que le valió la Puerta Grande, y la buena impresión que me causó Alejandro Peñaranda, un novillero que en tiempos de mejor afición habría suscitado interés si la plaza no hubiera estado poblada, en mi personal opinión, de espectadores tan respetables como melifluos. Perdón, me corrijo. Durante la lidia tienen el valor y el buen gusto de aplaudir lo bueno. Luego, al final de la lidia reprimen su opinión, supongo que para afirmar que ellos también son exigentes. Añoro el público de antes, liberal y deshinibido.  

Miércoles, 22 de mayo

David Galván, todo el toreo en una sola faena

¿Qué es el toreo? Llevar la contraria a la razón para descubrir una razón superior. Y hacerlo sin combatir. En el toreo quien combate es el toro y el torero, torea. Torear no es luchar sino aprovechar el ataque de la fiera para convertir su embestida en una obra de arte, una curiosa y rara ocurrencia hispana que vive desde hace tres mil años en este entrañable y raro país que tiene la piel de toro.

Entre las rarezas del rarísimo arte de torear hay una en la que creen todos los hombres del toro, todos los aficionados, y si se me apura, hasta el que prueba su veneno por primera vez. Y es esta: En un solo lance, en un solo pase puede estar todo el toreo, y en una larga faena, incluso en una buena lidia, hasta en una actuación premiada con orejas, se puede añorar su absoluta ausencia.  

Para hacer el toreo, ese que aparece como una epifanía, el torero ha de estar en estado de gracia. O sea, con una lucidez que permita ver clara la embestida más oscura, entregado al público -incluso al de Las Ventas-, olvidado de sí mismo, como si el cuerpo no fuera más que el instrumento de su inspiración, relativizando el triunfo y, como dijo el poeta, sabiendo que el arte es largo, que la vida es breve y que además no importa. Con esa luz en la mirada y esa certeza en el corazón, así estuvo el torero David Galván el martes 22 de mayo de este año de gracia, en la plaza de Las Ventas. 

Y obró el milagro de la metamorfosis. Porque el toro “Embeodo”, cuyo único signo de sinceridad fue su premonitorio nombrecito, era un toro locuno, que embestía bronco pero beodo en los dos primeros tercios. Correteaba sin fijeza como un potro desbocado, se escupía de las suertes y tenía dos enormes puñales y más alzada que un caballo de picar. ¿Qué hacer, cómo torear a un torancón loco? Cuando el clarín anunció el último tercio se previó el desastre. Ninguno creíamos  en aquel toro disparatado. Solo un joven rey David sabía como tratar a tan estrafalario Goliat. No como el mítico David, castigándolo con una honda y decapitándolo con su espada, sino como lo hizo este David del toreo, acariciándolo, respondiendo con cadencia a su torpeza, con suavidad a su violencia. Y con una fe tan firme como ingenua, el David de la Isla obró el milagro, porque desde el primer muletazo, el loco se hizo cuerdo, y cambió y fue otro. Y en la plaza atronó la música callada del toreo. 

A la suavidad iluminada por el temple se acompasó la dulce embestida del toro. Y el toreo fluyó con delicadísima armonía. La reunión de torero y toro era profunda y de seda. En el embroque había cadencia, en el peligro, placer, y el mando era tan poderoso que no necesitaba manifestarse. Jamás en mi larga vida de aficionado había visto una faena así. Heterodoxa e irrepetible, llevó la contraria a la faena estructurada en series ligadas en redondo instituida por Manolete. Pero fue una faena muy ligada, como un pas-a-deux, como una coreografía perfecta e improvisada creada por un hombre y un animal ungidos por un dios que quería ver torear. Por un dios buen aficionado, que disfrutaba aquellos muletazos embriagados de sentimiento, rebosantes de belleza, plenos de verdad.  Repito, Jamás vi una faena tan imprevista. tan distinta, tan luminosa, tan inspirada. Ni jamás la volveré a ver. Los olés tronaban de alborozo y asombro. Y cuando el toro cayó rodado pensé que era una faena de todas las orejas de toros bravos que hay en el campo o de ninguna. Por eso no me sorprendió que cuando todos los espectadores, los buenos y los tontos, regresaron del éxtasis, solo le concedieran una oreja. Paradojas de Las Ventas: ninguna plaza habría jaleado con tanta pasión esta bellísima faena, pero tampoco ninguna plaza habría sido tan cicatera al premiarla.     

¿Qué nos deparará mañana el nuevo David del toreo?

Jueves, 23 de mayo

Juan Ortega, dueño y señor del temple

No quiero escribir de la buena faena de Talavante a su primer toro, ni de la buena tarde de Rufo, ni del buen primer ejemplar de Puerto de San Lorenzo, ni del fiasco de los restantes, ni me importa que “Cubanoso”, quinto de la corrida, fuera endeble de remos, ni que tuviera casi seis años, estuviera bien armado y pesara 553 kilos, ni que a los lances de Ortega los acompañara un cobarde “miau” de la secta impresentable. Solo quiero escribir del temple de Juan Ortega, pero no puedo hacerlo porque no sé explicarlo. Desconozco las claves para cambiar, como por arte de magia, una embestida rápida en lenta. No entiendo cómo se puede torear tan despacio y tan reunido a un toro levantado, ni cómo se apastueñaron las tarascadas informales del toro “Cubanoso” en la muleta, ni por qué se trompicaba y luego se deslizaba en esa muleta mágica de Juan. Solo sé que me deslumbró la sublime, inefable belleza de los mejores derechazos de la feria y de muchas ferias: redondos cadenciosos, rematados hacia adentro, sostenidos por un Fidias del toreo que los esculpía con un cincel perfecto, con un trazo embrujado de lineatura egipcia: clasicismo y sonidos negros. Solo sé que fui testigo de cómo esa casa de locos que es Las Ventas se convertía por obra y gracia del toreo en el más cabal coro taurino. Y todo gracias a Juan Ortega, dueño y señor del temple.

Viernes, 24 de mayo

¿La primera plaza del mundo?

La historia de Roca Rey en la plaza de Las Ventas es la siguiente: triunfos todas las tardes desde que debutó como novillero. Miento, hubo algunas, poquísimas, en las que no triunfó pero en las que estuvo muy bien. Ejecutoria por lo visto intolerable. Qué se habrá creído este niñato. Pero sucede que los mismos triunfos del niñato se han sucedido en todas las plazas del orbe taurino. En consecuencia, en Las Ventas los exigentes e indocumentados aficionados, que se han erigido en guardianes de la tauromaquia ante la pasividad del resto de la plaza, consiguieron su hazaña más inaudita: que no triunfara quien había triunfado con el toro, un toro difícil, muy exigente.  

Y como jamás se había producido en plaza alguna semejante conducta con un torero, ese artista que para realizar su obra se juega la vida, no procede seguir hablando de dicho torero, a quien no le ha perjudicado lo más mínimo su exitoso fracaso, sino de la plaza que impuso el fracaso a quien había triunfado. Pues Madrid considera a Las Ventas ¡la plaza más seria del mundo! Pero, ¿qué es, según el aficionado, una plaza seria? 

Muy sencillo, una plaza seria es la que sabe ver toros sin presumir de sabiduría. Una plaza seria es la que exige un toro serio, no un toro inflado de carnes que encorsetan su bravura, un toro pasado de edad que embiste mucho menos, como sabe todo aficionado, un toro que triunfa a las 12 de la mañana en los corrales y fracasa a las 7 de la tarde en el ruedo. Una plaza seria es la que evalúa al torero por lo que hace al toro, la que si desprecia a un torero no agota las entradas un mes antes para pitarle por sistema aunque se juegue el tipo a ley y toree a sus dos toros como no lo hubiera hecho casi ningún torero. (Hay uno que sí, Daniel Luque, quien podrá, quizá, vencer a Roca Rey el día que en Madrid lo piten porque sí). Una plaza seria es aquella que no consiente a una minoría reventadora reventar la lidia una tarde tras otra. Y, finalmente, una plaza seria no consiente palmas de tango a un torero cuando está cumbre, algo que no había visto en toda mi vida de aficionado.

Pero hay que matizar, los reventadores de Las Ventas no odian al torero, odian el torero bueno. Apoyan al que, así lo creen, necesita su ayuda. No al chulo de mierda que no la precisa. El odio al torero no tiene fácil explicación. No es el resquemor del que cómodamente sentado increpa al héroe que se juega la vida en el ruedo, porque eso resultaría intolerable incluso para quien así se manifiesta. Mi opinión es otra. La minoría reventadora se cree defensora de un dogma, el de la inviolable geometría taurina. Por desgracia para ella, la historia del toreo ha demostrado que, como mucho esos dogmas son, en el mejor de los casos, temporales, verdades pasajeras, entre otras cosas porque quien nunca cree en ellos es el toro.  Por ejemplo, ¿hay que citar cruzado? Sin ir más lejos, en la corrida de marras, la del Conde de Mayalde, lo peligroso era citar al hilo porque los toros desparramaban mucho la vista en los cites y la ventaja, legitima, era citar cruzado. No tanto Roca Rey, que prefería jugársela confiando en que su mandona y envolvente muleta imantara las embestidas entre pase y pase con una ligazón asfixiante, valerosa, torerísima, que conmovía a la mayoría y desesperaba a los dogmáticos. A su primer toro, que olía a cloroformo, le cuajó un faenón de dos orejas. Y aunque lo mató de una estocada en corto y por derecho, los reventadores tuvieron la suerte de que el toro tardara en morir y de que el diestro, incomprensiblemente premioso, fallara con el descabello. Pero en este punto falló la mayoría de la plaza, desde hoy una decepcionante “mayoría silenciosa”, que se conformó con unas educadas y prudentes palmitas. ¿Es hoy ese corral enloquecido, ese coro esquizofrénico, la primera plaza del mundo? Ciertamente, no. 

Junto al limeño, torearon Cayetano y Jorge Martínez, que confirmó su alternativa. Los dos fueron cogidos aparatosamente, sin mayores consecuencias. Y los dos cumplieron con la peligrosa, muy armada y grandullona corrida del Conde de Mayalde.

Sábado, 25 de mayo

El Toro de Madrid

Hace años, en Madrid, cuando se lidiaban seis toros como los del sábado pasado, la crítica decía “a la plaza salieron seis galafates”. O sea, denunciaba al galafate, ese toro mentiroso, pasado de edad, que engaña por su volumen grandullón, por su peso gordinflón, por sus pitones descomunales y feos. Y claro, la gente no tragaba. Tan solo una vez al año, a final de temporada, cuando tres toreros sin contratos aceptaban torear una corrida denominada “limpieza de corrales”.

Hoy prácticamente todas las ganaderías hacen “limpieza de cercados” cuando Florito, veedor de Las Ventas, exige un lote de ocho toros para Madrid, sobre todo para San Isidro, a punto de cumplir 6 años, la edad en que reglamentariamente no pueden lidiarse por viejos, con arboladura de ciervo viejo, alzada por lo general fuera de lo común, y carnes, muchas carnes, como si fueran para el abasto y no para la lidia. Por supuesto, como no todos los toros de nota y buenas hechuras cumplen tales requisitos, los que se lidian en la supuesta primera plaza del mundo, son seis impresentables galafates. ¿Y cómo es posible tal mamarrachada? Muy sencillo, porque ese es el toro que aprueban los equipos veterinarios. ¿Y por qué aprueban ese toro los equipos veterinarios y los presidentes de las corridas? Porque están acojonados, temen el escándalo que formaría el dueño de la plaza, el torista justiciero y paleto, y, en consecuencia, que la autoridad política llame a presidentes y galenos al orden o los mande a casa. ¿Y por qué haría eso la autoridad política? Muy sencillo: porque hoy día las autoridades que amparan la Fiesta saben menos de toros que una monja belga.

Con la deslucida, cornalona, pasada de edad y blanda corrida de La Ventana del Puerto los tres toreros, Sebastián Castella, Daniel Luque y Cristian Romero, que confirmaba la alternativa, estuvieron excesivamente voluntariosos e hicieron largas, interminables, faenas. Solo Luque podría haber cambiado el sino de la corrida en el quinto de la tarde, un toro imposible, si el viento le hubiera dejado torear. Por el momento, el toro de Madrid sigue triunfando a las 12 de la mañana y fracasando a las 7 de la tarde.

Domingo, 26 de mayo

Triunfa la sinrazón

Si los atletas no actúan cuando tienen más de cuarenta años porque, como dicen los científicos, generan menos dopamina, un estimulante neurotransmisor, a los toros les pasa lo mismo. Todo aficionado sabe, lo diga o no el científico, que un cinqueño embiste menos que un cuatreño. En los hipódromos, a los caballos campeones les ponen un hándicap (los cargan con un ligero peso de más) para que no ganen todas las carreras. Pero parece ser que a Florito, veedor de la plaza de Las Ventas, le gustan los cinqueños muy armados y con un superhandicap de kilos que los para pronto y la lidia se para y el toreo se convierte en un latazo. A mayor abundamiento, en varas se destroza a los toros, con una puya chica pero muy sanguinaria -tras dos picotazos, los toros sangran hasta la pezuña antes de que se cambie el tercio-, que les quita las ganas o la posibilidad de seguir embistiendo. Eso les ocurrió a los cuatro galafates de Montalvo. Pero no con las mismas consecuencias a los dos galafates bravos de El Capea, con los que Diego Ventura estuvo muy bien y a los que mató muy mal, haciendo esa horrenda noria en torno a un toro muerto en pie, lo que hoy hacen todos los rejoneadores con el tácito consentimiento del público. Solo a Leonardo le he visto matar yendo de frente al toro. Pero a este no le han puesto en la feria.    

Menos mal que cuando empieza la veintena San Isidro se anima. Crucemos los dedos.       

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