por José Carlos Arévalo
El último toro de la deslucidísima corrida de Victoriano del Rio era un tío con toda la barba. Y manso. Y peligroso. Y brusco. Y provocaba una endiablada emoción. Y Roca Rey ordenó que lo dejaran crudo en varas. Y en el segundo tercio se comió a los banderilleros, que estuvieron muy bien. Y cuando se cambió el tercio, la plaza parecía de cristal, a punto que quebrarse en la primera oleada del geniudo manso. Porque todos los espectadores sabían que Andrés Roca Rey no iba a rehuir el combate. Y lo que hizo el heroico limeño fue obra de demiurgo. Transformó el genio en casta, sometió el peligro a su ley. Y transmutó la rebelde fiereza en sumisa obediencia. Y después de convertir a la fiera en un cordero tiró la muleta y la espada con gallardía ante la cara de un torazo estupefacto. Y lo mató de una estocada. Fue la versión torera del milagro de los peces y los panes.
¿Por qué le dieron una oreja y no las dos que merecía y que el público pidió? Para que cerrarle otra vez la Puerta del Príncipe. Las cosas como son.