FERIA DE SAN ISIDRO – Roca Rey, el Torero que necesita la Fiesta

Roca Rey, el Torero que necesita la Fiesta

Hay otros grandes toreros, alguno torea mejor, algunos son más artistas. Pero Roca Rey es la primera figura de nuestro tiempo. Hacer esta afirmación molestará a unos cuantos: aficionados, incluso profesionales. Pero hace años que no salía un torero imparable. En todas las plazas, con todo tipo de toros, en todos los países taurinos. Decía el gran crítico Pepe Alameda, además buen escritor y un excelente poeta, que las figuras del toreo no tienen porqué ser los que mejor torean… pero son los mejores toreros. Porque entienden y cuajan al mayor número de toros. Y vería su sentencia reforzada si hubiera visto torear a Roca Rey. El peruano cumple todos los requisitos exigidos por Alameda a una figura del toreo e incluso el que no exigía, porque torea maravillosamente bien. 

En la actual situación de la Fiesta, semisecuestrada informativamente en España, acosada por un potente movimiento animalista en estos pagos y en el resto de los países taurinos de América, con Colombia posiblemente en vísperas de la gran prohibición, con la ciudad de México bajo la misma amenaza, con la plaza de Quito cerrada por idéntico motivo, con los ecologistas indiferentes ante el paradigmático ecosistema del toro de lidia y no afectados por su posible extinción si la corriente abolicionista prosperase, que haya surgido una figura imparable, capaz de llenar todas las plazas sin la menor cobertura mediática, es un regalo caído del cielo.

Decir estas cosas en estos momentos es tan obvio que en otros sectores acusarían a quien lo dijera de descubrir el Mediterráneo. Pero el mundo de los toros es un caso aparte. Frente a la evidencia siempre hay un respetado coro de sabios que asumen lo maravilloso como un espejismo espúreo, propio de indocumentados. En la tarde del 25 de mayo, en la plaza de Las Ventas, con un torancón mostrenco, una especie de Goliat armado con cuernos como lanzas, de 598 kilos sobre los lomos, y bruto, violento, cuyas defensivas acometidas eran ciclopeos derrotes, el joven héroe, sobrado de valor, con el juicio sereno, le dijo, como eres un manso de libro, te ofrezco la receta que más te gusta. Iremos a vernos las caras en el terreno de los toros cobardes, en chiqueros, donde tu te sientes más a gusto y yo también, porque hoy allí no hace viento y así mi muleta te podrá hasta anularte. Con un aguante de escalofrío y un mando de hierro, la autoridad del torero se impuso al genio del toro. Y se obró el milagro: la metamorfósis del genio en casta, del derrote en embestida, de la violencia en cadencia, de la tarascada en compás, del caos en arte. Y el toro que agredía al torero en su terreno, le cedió el suyo, pues el arte de torear había tornado al furioso rebelde en sumiso obediente. Y entonces la plaza bramó y estalló la catarsis. Y los gritos de ¡Torero! ¡Torero! tronaron en la plaza con la fuerza de un exutorio colectivo jamás imaginado que, además, contó con la repulsa del pequeño coro de sabios negacionistas, el requisito preceptivo que acompaña a las figuras indiscutibles del toreo.

De lo demás, consigno una infame corrida de Fuente Ymbro, toros a punto de cumplir los seis años, cornalones, mansurrones, y con canales impropios del toro bravo, el sueño de un expendedor de carne, un verdadero desecho de cerrado, el toro que ha impuesto Florito, una delicia para los aficionados del 7, la aberración absoluta. Para que ustedes me entiendan, si Florito y su corte del 7 fueran aficionados al boxeo, exigirían que los boxeadores tuvieran más de 50 años y que pesaran más de 120 kilos. 

De Diego Urdiales y Ginés Marín, dos grandes toreros, escribiré otro día.      

José Carlos Arévalo