Contacta con nosotros

Editorial

EDITORIAL – El sector de la tauromaquia: un barco sin timón

por José Carlos Arévalo

Como las fiestas de toros son anteriores a la creación del Estado y nacieron en la calle y armaban un berenjenal de tomo y lomo, otras instituciones, también anteriores al Estado, se ocuparon de ellas tan profusamente como atestigua prolijamente el monumental estudio debido a la profesora Beatriz Badorrey.

Una de las revelaciones que depara este fundamental ensayo jurídico/taurino es que dichas instituciones no solo se ocupaban de los problemas de seguridad ciudadana que ocasionaban las fiestas de toros sino que, de alguna manera, reglamentaban el propio juego.   

Más tarde, cuando  empezó a configurarse la lidia (siglos XVIII y XIX), lo que hoy entendemos por corrida de toros, el Estado nacional, constituido más o menos al mismo tiempo, continuó la labor de sus ancestros. De una manera paternal pero dispersa, se ocupó de ordenar de la Fiesta, un día un gobernador civil promulgaba un reglamento, sucesivamente los municipios fueron construyendo plazas cerradas de fábrica, al mismo tiempo que los toreros ordenaban la lidia, escribían tauromaquias, adquirían el estatus de profesionales liberales, los ganaderos separaban el manso del bravo, fundaban la ganadería de lidia y entre todos, instituciones y profesionales, se creaba el mercado taurino.

Desde entonces, el sector taurino es una industria cultural híbrida: las plazas de toros son mayoritariamente de propiedad pública; la ganadería, de propiedad privada; los empresarios taurinos, temporales adjudicatarios de la gestión de las plazas; los matadores, profesionales liberales autónomos contratados por las empresas; y sus subalternos, personal contratado temporalmente.

Lo más sorprendente es que la Administración del Estado hizo suya, y sigue haciéndolo, la fiesta de toros. No solo es propietaria de casi todas las plazas -las administraciones provinciales y municipales-, sino que reglamenta el espectáculo, tanto en lo que se refiere al orden público -paradójicamente, las plazas de toros son los foros de masas más pacíficos- como en los aspectos más técnicos e intrincados de la lidia -de los que no tiene la menor idea-. Si se diera similar tratamiento a otros espectáculos de masas, como los deportivos, las respectivas federaciones se pondrían en pie de guerra. Pero las gentes del toro, habituadas a semejante tutela, se muestran más conformes que sumisas.

Esta sorprendente mansedumbre en gente tan bravía como la del toro resulta sorprendente y comprensible. Gracias al Estado, las leyes protectoras de la Fiesta, promulgadas en 2013 y 2015, significaron un aval en estos tiempos de antitaurinismo global. El caso de la plaza de Barcelona, de propiedad privada, cerrada por una prohibición parlamentaria pero ilegal de las corridas, indujo a pensar que si hubiera sido de propiedad municipal no se habría clausurado. Tal creencia duró hasta que el ayuntamiento de Gijón cerró la plaza de su propiedad. El hecho de que una administración nacionalista perpetrara la abolición de las corridas en Cataluña se interpretó como andanada separatista de la que era víctima la tauromaquia porque se la identifica como una fiesta española. Pero la prohibición, factual pero no oficial, de un ayuntamiento constitucionalista como el de Gijón, puso las cosas definitivamente claras. Si en Barcelona y Gijón, la autoridades que deben respetar la ley se la pueden saltar a la torera, la credibilidad del Estado como garante pierde muchos enteros. De momento, la posición explícitamente pro taurina de la derecha política tranquiliza a los aficionados -sector de la población nada desdeñable, habida cuenta que las fiestas de toros son el segundo espectáculo de masas en España, a pesar de verse desasistido por los medios de comunicación-, pero no con la necesaria firmeza. Estos no pueden olvidar que si bien la derecha promulgó las leyes que hoy garantizan la pervivencia de la tauromaquia, tampoco hicieron nada cuando esta pasó del ministerio de Interior al de Cultura, donde nunca hubo ni un pequeño despacho dedicado a los asuntos taurinos y sí una transferencia prácticamente inmediata del “regalito” a las Comunidades Autónomas.

Ante esta deriva del Estado que antaño apadrinó a la Fiesta, la pasividad del sector taurino tiene explicación. Se trata de un sector de la industria cultural desmembrado, en el que solo existen varias agrupaciones gremiales, cuya única vocación es la de defender los intereses de sus asociados. Pero no hay ningún órgano, consejo superior o federación de tauromaquia que sea interlocutor válido, representativo de todos los sectores de la Fiesta ante el Estado y las Autonomías, que regule y racionalice los pliegos adjudicatarios de las plazas, que tenga un potente departamento de comunicación capaz de responder al relato antitaurino y neutralizar las turbias maniobras del animalismo, que forme, colegie y discipline a las autoridades de la corrida, que redacte y promulgue los reglamentos que ordenan los espectáculos y rigen la lidia.

Sí, la Fiesta cuenta con un elenco espléndido de toreros -en todas sus categorías- y un plantel de ganaderías que han llevado la bravura y el manejo del toro de lidia a unos extremos inimaginables. Pero la Fiesta es un barco a la deriva con una tripulación de ilustres navegantes sin un timón que marque el rumbo. Ha llegado la hora de constituir la Federación Nacional de Tauromaquia.  

Advertisement

Copyright © 2021 - EntreToros | Prohibida la reproducción y utilización total o parcial, por cualquier medio, sin autorización expresa por escrito.