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VALDEMORILLO, 2ª de feria – Juan Ortega, señor del temple

Fotos Alberto Simon

Por José Carlos Arévalo

Fue una mansada de libro, antológica, insuperable, la que envió José Vázquez a Valdemorillo. De salida, todos los toros huían de los capotes como almas en pena, a los caballos no iban ni al paso y de la suerte se escupían, en banderillas galopaban, locunos, despavoridos en busca del campo, y en la muleta desparramaban la vista en los cites, atacaban por dentro y las embestidas nunca se remataban. Desiguales de hechuras, hubo toros bonitos y feos, y todos estaban bien rematados de carnes, eran cómodos de cabeza, pero muy astifinos. Un pertardo en toda regla.

Y sin embargo, contra todo pronóstico, el cuarto toro enbistió a la muleta. ¿Por qué? Ni la más remota idea. Técnicamente no se puede explicar. Será que el toreo tiene algo de milagro. Será que la muleta de Juan Ortega es milagrosa De acuerdo, Juan la presentaba con absoluta perfección, su colocación era exacta, su altura  la que exigía la mirada del toro, su temple, sereno pero embriagador, irreal. Pero yo no puedo explicar lo que vi. Se diría que un poder hipnótico metía al toro, a él mismo y al público en otro campo gravitatorio, fuera de las leyes físicas, una especie de realidad onírica seducida por la belleza de un trazo sutil y elegante, muy torero, torerísimo. Porque el diestro se mantenía enhiesto, la cintura quebrándose con dulzura al son de la embestida, los pausados vuelos de la muleta alargando viajes que el toro quería cortos, y un embrujo cadencioso envolviéndolo todo, al toro y su embestida, al público que toreaba con el torero, pues sus oles eran lentos, mecidos y a compás. Fue un toreo, el de Juan Ortega, que casi nunca se ve. Fue, una vez más, el misterio de la tauromaquia, esa belleza efímera y extática que hasta de la mansedumbres mostrenca hace una sublime obra de arte. Pero Ortega no mata bien. A su primero lo atacó tan rápido que el toro no tuvo tiempo de descubrir el sitio de la muerte. Y al último de la tarde, lo mató de la misma guisa, pero a matar o morir. Le tropezó el toro y por fortuna no le hirió. Antes le había impuesto otra gran faena, muy meritoria porque el toro no quería que la hiciera. En resumen, un torerazo. Sí, el señor del temple ha triunfado en las afueras de Madrid. Y en el centro de Madrid se lo han perdido. ¡Qué país, Miquelarena!

¿Y qué pasó con Diego Urdiales, el torero que mejor torea de cuantos visten de luces? Pasó que no se le puede servir carroña a un gourmet del toreo. Contrariado, pero bien educado se dispuso a paladear las podridas no embestidas como si fueran buenas. Se le intuyeron la clase y su maravilloso trazo. Porque este torero torea bien aunque sea imposible. Y como allí nada había que mascar, hizo lo que los toreros cabales siempre hicieron, tirar por la calle de en medio. Perfecto. Ah, mató con su solvencia habitual.

¿Fracasó la Feria de San Blas?  Para mi, no. El domingo vimos torear a Juan Ortega  como se ve rarísimas veces. ¡Ah, el temple, la paz surgida del abismo, el misterio que hace posible la belleza imposible! Triana vuelve a tener un torero.

Ficha

Valdemorillo. 2ª corrida. Feria de San Blas.

Siete toros de José Vázquez (el tercero devuelto por que se caía destroncado), bien presentados, desiguales de hechuras, mansos de solemnidad.

Diego Urdiales, silencio, ovación y silencio.

Juan Ortega, ovación, oreja y oreja.

Plaza casi llena.

Bregó muy bien y banderilleó con mérito Andrés Revuelta.

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